Biarritz fue “descubierta” en 1854
por la emperatriz Eugénie, que quedó rápidamente hipnotizada por el paisaje
agreste y sobre todo por la impetuosa fuerza del mar, que siempre fue el gran espectáculo
de Biarritz. La pareja imperial y su corte podían llegar desde París en tren y
en la estación de Bayona coger una calesa descubierta para recorrer los últimos
kilómetros hasta Biarritz. Napoléon I ya había aprovechado su estancia en
Bayona en 1808 para ir a darse un chapuzón en las playas de Biarritz. Los baños
de mar, no obstante, ya estaban documentados en el lugar desde 1610.
Eugénie y Napoléon III decidieron erigir
inmediatamente una residencia privada en un promontorio al norte de la
población. Encargaron a los arquitectos Hipolyte Durand y Auguste Couvrechef la
construcción de una coqueta villa estilo Louis XVI, hecha de ladrillo rojizo y
piedra caliza beige. La nueva residencia imperial, llamada Villa Eugénie, ofrecía un interesante contraste con las casitas de
pescadores blancas y con tejados de paja esparcidas sobre las colinas. Este contraste,
fue siempre algo inherente en las stations
balnéaires.
Entrada a la Residencia Imperial de Biarritz, también llamada Villa Eugénie. (Actual cruce de la Avenue Edouard VII con la Avenue de la Marne) |
Cada septiembre, desde 1856 a 1868,
Napoléon y Eugénie viajaban a Biarritz en el suntuoso tren imperial diseñado
por Violet-le-Duc. La vida en la villa se caracterizaba por un ambiente
decididamente informal, lejos del protocolo de las residencias oficiales de la
Corte. Los miembros del séquito imperial se relajaban tomando el Sol, paseando
o dándose un chapuzón. Era un estilo de vida decididamente relajado,
despreocupado y lejos del torbellino de actos oficiales y fiestas de la capital,
Mérimée lo resumía con estas palabras “El
tiempo pasa y no se hace nada, solo se espera a hacer algo”.
Eran habituales las excursiones
terrestres, que fascinaban a la activa Eugénie. La emperatriz alquilaba unos
cuantos mulos y recorría incansable colinas y acantilados, detrás suyo, las
damas de la Corte no disfrutaban tanto con los torpes pasos de los animales
cerca de los precipicios.
Otro entretenimiento eran las
travesías por el mar. Una tarde, la emperatriz, decidida a acabar con el miedo
que los miembros de la corte le tenían al mar los subió a todos a un barco para
dar un pequeño paseo. La princesa de Metternich nos describe la peculiar aventura:
[Al ir a subir al barco desde un pequeño bote] la condesa Przezdziecka chillaba presa del pánico, la condesa Walewska estaba aterrorizada pensando que caería al agua, Mme de la La Bédoyère se mojó de arriba a abajo, a Mme de Montbello le mojó la espalda una ola y Miss Vaughan, la inglesa tan acostumbrada a las excursiones en yate, acabó con los pies empapados. Pobres, sus males solo acababan de empezar.
Pero mientras anochecía, estalló una potente tormenta que
zarandeó durante un buen rato la embarcación. Sus pasajeros desfallecidos y
mareados, se refugiaron en el interior:
Todos ellos se ponían cada vez más pálidos [...] y decidieron tumbarse como si la Emperatriz no estuviera allí. Se habían olvidando hasta tal punto de Su Majestad que le daban órdenes y le pedían cosas, que si un chal, que si un cojín, que si una palangana.
¡Por mucho que viva, siempre recordaré esa cena! Uno no se puede imaginar el aspecto que tenían unos comensales que parecían cadáveres y cuyas vestimentas hechas jirones daban la impresión de un banquete del Evangelio al que asistían todos los desamparados que se había podido recoger en las calles. Se trataba, no obstante, de la flor y la nata de la corte de Napoléon, cuya elegancia era conocida en todas las partes del mundo.
Huelga decir que la Emperatriz
recibió una severa reprimenda de su esposo y que los paseos en barco se dieron por concluidos. Pero por lo general, los atardeceres
eran tan tranquilos que de vez en cuando los huéspedes más jóvenes decidían ir
a “distraerse” a Bayona y cuando la religiosa Eugénie les pregunta su destino,
ellos respondían que iban “a cenar a casa
del obispo”.
Los séjours de la pareja imperial atrajeron pronto a otros soberanos,
en 1857 vino el rey de Württemberg, en 1859 el de Bélgica, en 1865 la reina de
España y en 1867 los duques de Braganza. Biarritz se ganó entonces el apodo
de “la
reine des plages, la plage des rois”.
En setiembre de 1862, el joven
Bismarck (por entonces embajador de Prusia en Paris) se alojó en Biarritz una
semanas, allí disfrutó del sol, los paseos y los chapuzones en el mar, todo
ello en un ambiente muy decontracté.
No obstante, la distracción de la temporada parece que fue Madame
Rimski-Korsakov y su sensual traje de baño; cada vez que salía de su caseta,
numerosos curiosos se encaramaban a las rocas provistos de binoculares.
La Ville Eugénie y la playa de Biarritz, bautizada Plage de l'Impératrice. |
Evidente, con la presencia de la
Familia Imperial y la Corte, Biarritz no tardó en despegar. La nueva station balnéaire vasca creció a un
ritmo parecido o superior al de otros lugares más cercanos a Paris. Se la llegó
a conocer como la “Trouville del sur”.
En 1858, en la principal playa a de
Biarritz, la Plage de l’Impératrice,
se construyeron las primeras termas salinas, llamadas Bains Napoleón, que incluían además instalaciones para que los
elegantes bañistas pudieran cambiarse tranquilamente antes de darse un
chapuzón. Ese mismo año, abrió el Grand-Hôtel, también en el perímetro de la playa, que fue el principal alojamiento de las testas coronadas y los aristócratas de visita a Biarritz hasta finales de siglo. En 1861, encima de un acantilado al sur de la playa se inauguró
el primer casino, el Casino Bellevue.
Los Bains Napoléon edificados en 1858. |
Biarritz fue creciendo poco a poco, a partir de los años 60, los primeros inmuebles aparecieron en el límite de la Plage de l'Impératrice. |
La playa con el Grand Hôtel abierto en 1858 (izquierda) y el Casino Bellevue inaugurado en 1861 (derecha). |
Para absorber el creciente flujo de
visitantes, la propia residencia imperial tuvo que ser ampliada en sucesivas
ocasiones. En 1859, Gabriel Auguste Ancelet añadió una nueva ala en la planta
baja para albergar los aposentos de la pareja imperial. Sus antiguos aposentos
del primer piso se destinaron a su hijo, el Príncipe Imperial y a la madre de
la Emperatriz, la condesa de Montijo. En 1865 se añadió un nuevo ático a la
villa, en 1866 se creó una nueva cocina para banquetes y en 1869 se tuvieron
que instalar vigas metálicas para garantizar la estabilidad de la construcción,
ese año la pareja imperial no pudo visitar Biarritz.
La Villa Eugénie con la nueva ala para los aposentos imperiales (izquierda) añadida en 1859. |
Fachada de entrada de la Villa Eugénie con el ático edificado en 1865. |
Como muchos edificios de las stations balnéaires, la villa había
crecido demasiado rápido en detrimento de su calidad. El arquitecto Ancelet se
lamentaba que la villa era una ruina y que habría sido mejor rehacerla casi por
completo en vez tirar el dinero en arreglos.
Pero los elegantes séjours de la Corte terminaron bruscamente
en 1870 con el hundimiento del Segundo Imperio. Después de la fuga de la emperatriz
hacia Londres el 4 de setiembre, la Villa
Eugénie escapó a posibles saqueos gracias a que el alcalde y el gerente
decidieron instalar un cartel en la verja que decía: “Propiedad nacional
reservada a los heridos”.
La Tercera República garantizó a la
ex-emperatriz la propiedad de la villa, pues era una residencia privada y no
oficial. Pero en 1881, después de la muerte de su marido y de su único hijo,
Eugénie decidió venderla. Los nuevos propietarios la transformaron en el lujoso
Hôtel du Palais, que sería ampliado y
remozado con una nueva ala. Todo el edificio ardió en 1903 y tuvo que ser
reconstruido.
La Grande Plage (ex-Plage de l'Impératrice) a finales de siglo, con un aspecto muy parecido, a pesar de las nuevas construcciones, a la época del Segundo Imperio. |
La playa a inicios de siglo, con el nuevo Casino Municipal construido en 1901 en substitución de los Bains Napoléon. A mano izquierda aparece la ex-Villa Eugénie después del incendio de 1903. |
Otros hoteles fueron abriéndose a
lo largo de los años, como el Hôtel
d’Anglaterre en 1872, el preferido de los ingleses; el Hôtel Continental en 1883, que fue el primero en tener ascensor y
luz eléctrica en todas las habitaciones o el Hôtel Victoria en 1885, construido encima los antiguos establos
imperiales y frecuentado por los españoles y rusos, entre ellos el escritor
Chejov.
La ausencia de la Familia Imperial
no significó el fin de Biarritz. La aristocracia española siguió frecuentando
la ciudad, siendo la comunidad extranjera más numerosa. Varios aristócratas se
construyeron suntuosas villa en la ciudad, como el duque de Osuna, que mandó construir
la Villa Javalquinto. El duque,
famoso por sus extravagancias, solía hacer traer claveles de Andalucía para
decorar la villa y, en 1877, dio una fiesta con doscientos invitados para
homenajear a la infanta Luisa Teresa de Borbón (hermana de Don Francisco de
Asís). Ni en tiempos del Imperio se había visto tal despliegue de pompa.
La reducida pero selecta comunidad
española siguió siendo el grupo de extranjeros más numeroso hasta el inicio de
los años 90, cuando empezaron a desarrollarse las ciudades balnearias de San
Sebastián y Santander. Los españoles dieron paso a los ingleses, que por lo
general frecuentaban Biarritz los meses de invierno, sin olvidar que la misma
reina Victoria visitó la población en 1889.
Sin embargo, aunque vinieron en
mucha menor cantidad, los rusos se convirtieron en el fin de siécle en la comunidad extranjera más célebre de la ciudad
por su cierto hermetismo y sus extravagancias. Las saison russe empezaba en setiembre y se podía alargar hasta mayo,
aunque lo más frecuente era que en noviembre los miembros de la familia
imperial volvieran a San Petersburgo. A parte de por las benignas temperaturas
otoñales (superiores a Niza), la presencia de los rusos venía también espoleada
por la reciente firma de la Alianza Franco-rusa entre el zar Alejandro III y la
Tercera República francesa.
Tal era la importancia de dicha
comunidad, que en 1892 se inauguró una suntuosa iglesia ortodoxa en el centro
de la ciudad. En la iglesia de San Alejandro Nevski y la Protección de la Madre
de Dios se celebró un multitudinario funeral en honor a la asesinada emperatriz
Sisi y en 1901 fue el escenario de la boda de la princesa Ekaterina Yourevski,
hija morganática del zar Alejandro II.
Todos los grandes duques solían
frecuentar Biarritz, Konstantin, Vladimir, Alexis, Boris, Kyril, etc. De hecho,
la gran duquesa Olga, hermana del zar Nicolás II, y su esposo Pyotr de
Oldenburgo se encontraban residiendo en el Hôtel
du Palais cuando el edificio fue pasto de las llamas en febrero de 1903. La
gran duquesa consideró, pese a la insistencia de su marido, que el fuego no se
propagaría tanto y decidió seguir cenando en su suite. Un rato más tarde tuvo que salir corriendo del hotel, solo
vestida con una bata de noche debajo del abrigo. Eso sí, tuvo tiempo suficiente
para pedir a su valet que cogiera su cofre
de joyas y lo llevara al vecino Hôtel
Victoria. Menos suerte tuvo su marido, que lamentó haber perdido su preciada
colección de condecoraciones.
El Hôtel du Palais inmediatamente después de su incendio el 1 de febrero de 1903. |
La vida en los hoteles se alternaba
con el alquiler de coquetas villas. En diciembre de 1906, la otra hermana del
zar, la gran duquesa Ksenia y su marido alquilaron la Villa Les Vagues durante medio año. Vinieron con sus tres hijos y
un ejército de sirvientes: tres niñeras, cinco doncellas, cuatro mayordomos, la
dama de honor de la gran duquesa, el edecán del gran duque y los profesores de
francés e inglés. Poco después también llegó a Biarritz la emperatriz viuda
Maria Feodorovna, en su tren privado y rodeada de otra cohorte de sirvientes. Permanecieron
en Biarritz hasta junio y volvieron a alquilar la villa en 1907, 1909 y 1910.
La grand duquesa Ksenia y su familia (izquierda) y la emperatriz viuda Maria Feodorovna (derecha). |
Tampoco hay que olvidar las visitas
de los soberanos europeos. Fue precisamente Alfonso XIII el primer monarca en
visitar el reconstruido Hôtel du Palais
en setiembre de 1905. Nada más entrar pidió visitar los antiguos aposentos de
Napoléon III y en el dormitorio se quitó el sombrero delante de la
cama y saludó respetuosamente. Nadie debió atreverse a decirle que ni la
decoración ni los muebles eran los del Segundo Imperio.
En enero del año siguiente el rey
de España volvió a Biarritz, esta vez a la Villa
Mouriscot para pedir oficialmente la mano de la princesa Victoria Eugenia
de Battenberg. Dos días después el soberano condujo en coche a su prometida
hasta el Palacio de Miramar en San Sebastián. Los prometidos visitaron Biarritz
una vez más en marzo, para asistir a una cena de gala que organizaba en su
honor por el rey Edward VII de Inglaterra en el Hôtel du Palais.
Fue precisamente el soberano inglés
uno de los que más ligados estuvo a la ciudad de Biarritz. Vino por primera vez
en 1889, con su madre la reina Victoria y volvió en 1906 con motivo de la boda
de su sobrina Ena. Desde entonces el soberano visitó cada primavera Biarritz
hasta su muerte en 1910. Dichas visitas no tenían solo un carácter ocioso, sino
también terapéutico, los médicos de Edward VII, aquejado de bronquitis, le
habían recomendado precisamente la brisa fresca de la costa francesa.
Las visitas del soberano inglés
siempre seguían un mismo patrón, a inicios de marzo abandonaba Londres rumbo a
Paris, donde pasaba una semana (disfrutando de sus burdeles). Luego tres
semanas en Biarritz y a principios de abril partía hacia Marsella. Allí
embarcaba, junto con su esposa, en el yate real, para un crucero de cuatro
semanas en el Mediterráneo, donde se tenía especial cuidado de no cruzarse con
el yate de su sobrino el Káiser, que frecuentaba las mismas aguas en la misma época del año.
En Biarritz, Edward VII se alojaba
en el Hôtel du Palais donde reservaba
gran parte del ala sur del hotel, la que tenía vistas a la Grande Plage. El soberano tenía su suite en la planta baja y esta se componía de salón, dormitorio, vestidor,
baño y un gran comedor privado instalado en el “Salón de señoras” del hotel. La
suite disponía además de una terraza
privada en la que se instalaba una tienda rayada cuando hacía buen tiempo. En
el resto de plantas se alojaban su séquito compuesto por su doctor, dos
edecanes, dos ayudas de cámara y dos lacayos, sin olvidar su perrito Caesar.
El Hôtel du Palais reconstruido después del incendio de 1903. Edward VII ocupaba una suite en la planta baja, en el extremo izquierdo había su comedor privado. © BIARRITZ jadis. |
El soberano paseando por el paseo marítimo, al fondo se ve la verja del hotel. © Getty Images. |
Lo que fue celosamente ocultado por
la Corte británica es que la amante habitual del rey, Alice Keppel, acompañaba
al soberano en sus estancias de Biarritz. Unos días antes de la partida del
monarca, la señora Keppel, sus dos hijas, la gobernanta, la niñera, la doncella
y un miembro del personal del palacio embarcaban en un vagón privado en la Victoria Station de Londres, luego
cruzaban el Canal y en Calais se les escoltaba para que se ahorran la aduana.
Un tren nocturno, con otro vagón reservado, les trasladaba a Biarritz. Allí se
instalaban en la Villa Eugénie (no
confundir con la antigua residencia imperial), oficialmente alquilada a Sir
Ernest Cassel, amigo de Edward VII. Desde esa villa, Alice Keppel podía acceder
fácilmente al Hôtel du Palais a
través de la playa.
La rutina del soberano británico
empezaba a las siete de la mañana, cuando se levantaba y tomaba un baño, luego desayunaba
a la diez (“desayuno inglés”, por supuesto) y a continuación se dedicaba a los
asuntos de estado hasta la llegada a las 12 de su amante. Ambos realizaban un
largo paseo por la playa. El almuerzo era a la una, en el antiguo “Salón de
señoras” con vistas al mar, temporalmente reconvertido en comedor privado.
También esta comida era invariablemente inglesa. Para sentirse como en casa, el
soberano ordenaba traer siempre la vajilla de Buckingham.
El Salon des dames o "Salón de señoras", comedor privado de Edward VII. © BIARRITZ jadis. |
La misma sala en la actualidad. © Hôtel du Palais. |
La tarde se dedicaba a excursiones
en coche (traídos desde Londres), a la caza del zorro, carreras de caballos,
paseos “de incógnito” por Biarritz o a picnics, también había cortas visitas a
San Sebastián. Si había tiempo, cuando volvían al hotel, el soberano dedicaba más
tiempo a los asuntos de estado. La cena era a las ocho y quince en punto, esta
vez con presencia de invitados que nunca eran más de ocho. Partidas de brigde, licores y conversaciones
ocupaban el resto de las horas hasta medianoche, cuando todos los invitados,
menos Alice Keppel, se despedían.
El rey Edward VII entrando al Hôtel du Palais. |
En los últimos años de su vida, las
estancias en Biarritz se alargaron considerablemente, a medida que la salud de
Edward VII empeoraba. En 1908, el nuevo primer ministro Lord Herbert Henry
Asquith tuvo que viajar hasta Biarritz para jurar el cargo ante el soberano en
su suite del hotel. El soberano
inglés se despidió de la ciudad en 26 de abril de 1910, y falleció poco después,
el 6 de mayo.
Pero más allá de las visitas reales, la mayoría de los visitantes de Biarritz seguían una rutina bastante pautada. El día empezaba más o menos a las diez, después del desayuno había un paseo por Rue Mazagran, con sus pastelerías, salones de té y grandes almacenes, luego otro paseo por la Grande Plage. Después del almuerzo, entre una y dos, tocaba reposar hasta las 4, cuando se salía de casa rumbo a la pastelería Miremont o se iba a los conciertos del casino. Entre cinco y seis era la hora perfecta para empezar los baños de mar, que solo podían empezar tres días despues de haber llegado a la ciudad, tiempo necesario para habituarse a la brisa marina. En las playas se podía contar con la ayuda de los guides-baigneurs, profesionales que guiaban a los bañistas más novatos en su primer chapuzón. Se recomendaba también un paseo y una bebida caliente después de los baños. La Grande Plage era un lugar más pensado para el flâneur, si se quería nadar en serio era mejor ir al Port-Vieux. La cena era a las ocho, y luego se iba al casino, se paseaba, se bailaba, se escuchaba a la orquesta, se conversaba etc. A medianoche se podía tomar un refrigerio llamado médianoche o réveillon.
Las distracciones podían ser de los más variado, en 1891 hubo números de funambulistas, en 1896 la sensación fue el cinematógrafo, en 1900 se abrió la primera bolera de la ciudad. Tampoco ya que olvidar las corridas de toros de Bayona, la pelota vasca en Saint-Jean-de-Luz o las competiciones hípicas.
La hora del baño en Biarritz. © Pays Basque 1900. |
Conversación en la playa según Jean-Gabriel Domergue. |
Las distracciones podían ser de los más variado, en 1891 hubo números de funambulistas, en 1896 la sensación fue el cinematógrafo, en 1900 se abrió la primera bolera de la ciudad. Tampoco ya que olvidar las corridas de toros de Bayona, la pelota vasca en Saint-Jean-de-Luz o las competiciones hípicas.
El inicio de la Primera Guerra
Mundial apenas perturbó la vida en Biarritz. El Hôtel du Palais permaneció abierto durante toda la contienda ya que
el alcalde de la ciudad se negó a transformarlo en hospital de guerra. Los Años
Veinte fueron los más extravagantes de toda su historia, con centenares de
bailes y cenas de gala en cada temporada.
Alfonso XIII inauguró esta nueva
época en 1920, presidiendo una cena de gala en honor a la regata internacional
de vela. En setiembre de 1921 tuvo lugar el célebre “Bal Impérial”, que se repetiría cada año hasta finales del siglo.
La edición de 1922 fue abierta por los reyes de España y el sha de Persia, para
esta ocasión el salas del Hôtel du Palais
fueron decoradas con cientos de plantas para simular un bosque. En 1927, se
organizó un baile de disfraces a la española llamado “La Verbena del Amor” al
que asistió el príncipe de Gales.
Pero los años 20 fueron también una
época de cambios. Aparte de por la realeza y la aristocracia, Biarritz empezó a
ser frecuentado por celebrities como
Picasso, Ravel, Loti, Kipling, Stravinsky, Cocteau, Chanel, Lanvin o Churchill;
también aparecieron los primeros millonarios americanos. Si la temporada de
verano (de junio a octubre) era cada vez más frecuentada, en invierno, ante la ausencia de la realeza y la aristocracia rusa (más allá de algunos exiliados), la ciudad estaba relativamente
tranquila.
Los años veinte supusieron importantes cambios en la vestimenta y en la normativa de las playas. |
Escenas chic pintadas por el ilustrador Hemjie para la revista "Biarritz" (finales de los años 20). |
También poco a poco se impuso la práctica
de deportes entre las diversiones mundanas y numerosos edificios emblemáticos
como el Casino Municipal o el Casino Bellevue fueron rehechos en
estilo Art Déco. El colmo de la
modernidad llegó en 1930, cuando la compañía Aéropostale inauguró la línea aérea
Paris-Biarritz, había además conexión con Madrid gracias a otro vuelo de la CLASSA que en un mismo día hacia el trayecto Getafe-Biarritz y vuelta.
El crac bursátil del 29 puso fin a
este último periodo dorado de la ciudad. Los años 30 y 40 supusieron un
progresivo decaer para Biarritz y de otras grandes ciudades balnearias. A ello
contribuyeron varios factores como la crisis económica, la aprobación de las congés payés (vacaciones pagadas) para
la clase trabajadora, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial y,
por último, la destrucción de muchas ciudades costeras durante los bombardeos
aliados.
La última mitad de siglo fue la
época de la masificación, la masificación de las playas y la masificación
urbanística, que se llevó por delante el extravagante patrimonio de la stations balnéaires en pro de la
construcción de bloques de apartamentos.
Ciertamente el crecimiento de las
ciudades de costa fue rápido y espectacular, pero también lo fue su declive.
Las clases altas, por su parte,
empezaron a buscar un retorno a la sencillez, a esos pequeños pueblos depescadores que originaron las stations
balnéaires. El salto a la fama de Saint-Tropez a finales de los años 50 es
buena prueba de ello.