Con frecuencia, la gente poco docta
en historia (y también la docta), considera que el siglo XIX no es un siglo de
monarquías. ¿Después de la Revolución Francesa, como puede volver a haber
espacio para los soberanos y sus aduladoras cortes? En el siglo XIX, el llamado
siglo del liberalismo y de las luchas proletarias, ¿qué importancia pueden
tener los reyes y los rituales ancestrales? Se considera, es cierto, que hubo
reyes y cortes, pero que no dejaron de ser una mera continuación del Antiguo Régimen,
fantasmas del pasado realizando rituales obsoletos. En otras palabras, los
restos de una época que se negaba a desaparecer, frente a un mundo cambiante y
moderno.
Se equivocan.
Durante gran parte del siglo XX, la
historiografía de tendencia marxista, se esforzó en estudiar los procesos
revolucionarios y los sistemas económicos del siglo XIX, la sociología de las élites
quedó en un segundo inexistente plano. A partir de 1980, sin embargo,
empezó a aparecer una historiografía centrada en analizar el fenómeno curial.
Se demostró entonces que países como el Segundo Imperio Francés o el Segundo
Reich Alemán, que en su época fueron las naciones más avanzadas e
industrializadas del mundo, poseían, además, una monarquía a pleno
funcionamiento y enormes e influentes cortes. Emblemático e indispensable, sobre
todo por su visión global, es el artículo de Philippe Mansel “The Court in the Nineteenth Century: return to the
Limelight” publicado en 2012.
También desde la historiografía del
arte se prefirió estudiar las vanguardias pictóricas o la innovadora
arquitectura de hierro y cristal. En el canónico “Arquitectura de los siglos XIX y XX” de Henry Russell-Hitchcock, el
autor dedica apenas unas líneas anecdóticas a emblemáticos palacios europeos. El
siglo XIX no era época de palacios. Sin embargo, en dicho siglo, se reformaron
costosamente la mayoría de los palacios europeos y una innegable cantidad fue
construida ex-novo, en especial en
los nuevos estados que se crearon. Paradójicamente, Napoléon, considerado
heredero de los ideales revolucionarios, trajo consigo una auténtica fiebre
constructiva de palacios que puede entenderse incluso como una re-monarquización
de Europa.
En 2016, Charles-Éloi Vial, historiador
francés, publicó un libro que promete convertirse en canónico entre los
estudios de las cortes francesas (y europeas) post-revolucionarias. Les derniers feux de la monarchie, la cour
au siècle des révolutions (1789-1870) es el primer estudio global y
comparado sobre las seis cortes (cuatro reales y dos imperiales) que existieron
en la Francia decimonónica, pues, si bien las cortes de Napoléon I y (más
recientemente) Napoléon III han generado una considerable bibliografía, las de
Louis XVI, Louis XVIII, Charles X y Louis-Philippe I siguen relegadas al
olvido.
Lo que sigue es una
“reinterpretación” basada en el primer capítulo de dicho libro, con algún que
otro añadido mío aquí y allí.
“BARRICADAS, FANTASMAS Y ECOS”
Mariscales emperifollados y con
títulos rimbombantes alrededor del trono de Napoléon, fantasmas supervivientes
del Antiguo Régimen llegados en masa en 1814 y banqueros y magnates con aires
de nuevo rico. Durante mucho tiempo se ha creído que no hubo cortes en Francia
después de la Revolución, sino que solo hubo cortesanos.
Son tópicos que ha perdurado
durante largo tiempo, a pesar de que la Francia decimonónica vivió un fenómeno
curial particularmente activo, hasta tal punto, que podemos afirmar que no hubo
ruptura entre los regímenes, sino un largo proceso de adaptación del ceremonial
versallesco, que siempre fue una referencia insuperable. En cierto modo,
podemos decir que la desconocida corte de Louis XVI de 1789 a 1792 prefigura ya
muchos elementos de las cortes del XIX, ya sea por su repartición de tareas
entre los criados y los cargos honoríficos, los momentos del día a día del rey
o las delicadas relaciones entre la corte y los otros centros de poder, en
especial los representantes “del pueblo”, aparecidos al final del Antiguo Régimen.
La fachada cara al jardín del palacio de las Tuileries, en 1867. |
Si bien nunca alcanzaron el prestigio de Versalles, las cortes del XIX tuvieron una influencia fundamental en la política, la diplomacia, el arte o la vida mundana. En el siglo XVIII, Versalles se encontró con la creciente rivalidad de Paris, pero con el retorno de la corte a la capital en 1789, villa y corte se convirtieron en inseparables, retroalimentándose durante casi un siglo. La corte pudo aprovechar la proximidad de los teatros, la ópera, los salones de pintura y los hôtels de las grandes familias francesas, de la nobleza más reciente o de la gran burguesía parisina. Del mismo modo, los fastos monárquicos hicieron revivir talleres, manufacturas y grandes artistas.
Sin embargo, este retorno también
implicó que la corte debía aprender a convivir con la pobreza obrera, la
prensa, los clubs políticos o simplemente con los ánimos encendidos de la
oposición popular. La cohabitación no fue fácil y la sombra de Versalles fue
larga entre las clases populares: la corte se percibía como un lugar repleto de
cortesanos inútiles y avaros que aspiraban a reinstaurar el absolutismo. Del
mismo modo que los distritos orientales de París fueron los feudos de las clases más desfavorecidas, las Tullerías fueron consideradas el bastión de la corte. La frecuencia con la que las barricadas se alzaron cerca del
palacio ha llevado a algunos historiadores a considerar las
revoluciones del XIX como “revoluciones de palacio”. El palacio, enclavado en
medio de barrios populares, era como una avanzadilla en medio de territorio
enemigo y, del mismo modo, era la expresión física de la corte, es por eso que
con frecuencia fue objeto de ataques. Sería saqueado en 1792, 1830 y 1848 y
finalmente incendiado en 1871. Tales infortunios le valdrían un inmerecido
epíteto de “palacio maldito”.
Napoléon en su nuevo palacio de las Tullerías, recibiendo al Senado Romano. |
Los revolucionarios parisinos saqueando las Tullerías en 1848. |
Para contrarrestar esta hostilidad,
la corona se esforzó por destacar la generosidad del monarca con sus súbditos,
así como los beneficios que la corte traía a la villa: daba trabajo y ayudas y además
ofrecía fiestas y celebraciones públicas. Durante todo el siglo XIX los fastos
de la corte tuvieron de convivir con la miseria, la delincuencia y las
epidemias.
Pero la propia corte también vivió tensiones
internas durante todo el siglo, hasta el punto que podemos afirmar que no fue
un bastión cerrado, sino un punto de encuentro, una encrucijada para distintas
sensibilidades políticas, desde los más acérrimos contrarrevolucionarios hasta
los republicanos, pasando por los bonapartistas autoritarios, los liberales, los
orleanistas o la izquierda dinástica. Todo hombre y mujer que se preciara aspiraba
a ser invitado alguna vez en su vida a las Tullerías y, como gran novedad respecto al Antiguo Régimen, por primera vez la corte acogió a gente por sus méritos individuales y no solo por sus títulos y linajes.
Pero el siglo XIX fue también el
siglo de la opinión pública: el nacimiento de la prensa, las batallas de
opinión, las caricaturas o la progresiva libertad de expresión obligaron a los
regímenes a adaptar su discurso, la corte ya no podía ser la vitrina del poder,
sino que debía encarnar la riqueza de todo el país, además de revestirse de un
integridad política y moral intachable. Durante todo el siglo, los periódicos,
en función de su afinidad política, describirían a la corte como un modelo de
virtud o como un nido de depravación y decadencia.
La capital no era solo una amenaza en potencia, sino que también tenía sus desventajas prácticas. Tras abandonar Versalles, la corte tuvo que hacer frente a la falta de espacio en el palacio, a la falta de alojamientos, a la distancia entre los edificios, a las callejuelas estrechas y a la densidad poblacional en aumento frente a las verjas de las Tullerías. Todo parecía comprimir poco a poco el espacio curial pero, afortunadamente, la corte tenía otros palacios fuera de la capital: Saint-Cloud, Fontainebleau, Compiègne y Rambouillet fueron los más célebres, sin olvidar residencias más privadas como Neuilly, Eu, Pau o la villa de Biarritz. Fruto de esta sensación de agobio en París, la corte se esforzó en resucitar los séjours (estancias oficiales), prácticamente desaparecidos a finales del Antiguo Régimen. Estos viajes permitían recuperar ese contacto con la naturaleza y esa sensación de libertad que los cortesanos tanto añoraban de Versalles. Además, permitían exportar el boato de la corte fuera de París y afirmar la continuidad entre regímenes. Tampoco hay que olvidar el papel fundamental que tuvieron estos viajes en el re-amueblamiento y el mantenimiento de las numerosas residencias reales abandonadas tras la Revolución.
Louis-Philippe I recibiendo a la reina Victoria en el bosque del castillo de Eu. © Royal Collection/HM the Queen. |
Paradójicamente, la corte nunca fue
tan fastuosa como en el siglo XIX, gracias a la llamada Lista Civil. Dicha
lista eran los recursos que el estado ponía a disposición del soberano para que
ejerciera sus funciones y comprendían esencialmente los bienes inmobiliarios
(palacios y fincas, pero también la ópera y algunos museos), los mobiliarios
(muebles, colecciones reales, las Joyas de la Corona) y los monetarios
(subvenciones estatales y rentas sacadas de la explotación de las distintas
fincas). Solo en fincas y propiedades, la Lista Civil ya superaba aquello que
antes de 1789 había constituido el llamado Domain
royal (“Señorío Real” - las propiedades pertenecientes al Rey como señor
feudal que era). Gracias a la Lista Civil, jamás los criados fueron tan
numerosos, los caballos tan bonitos y los aposentos jamás estuvieron tan bien
amueblados como después de la Revolución.
Del mismo modo, la corte no fue
jamás tan poderosa. Napoléon gozó de una autoridad sin parangón, y en
determinados momentos pudo jactarse de gobernar Europa, cosa que Louis XIV jamás
logró; Louis XVIII y Charles X podían, en virtud de la Chartre (Carta Magna) oponerse a cualquier medida legislativa
aprobada por la Chambre (Parlamento);
Louis-Philippe I fue durante gran parte de su reinado su propio primer ministro
y Napoléon III, gracias al bloqueo de la instituciones instaurado en 1851, tuvo
las manos libres para gobernar y
reformar el país, cosa que nunca logró Louis XVI. Sin embargo, había una
diferencia esencial con el Antiguo Régimen, los cortesanos que gozaban de
cargos honoríficos ya no tenían ni voz
ni voto en cuestiones políticas, estas quedaron en manos de dirigentes
profesionales, los miembros del gabinete del soberano.
A pesar de estas constantes
(fastos, poder y revuelta), todas las cortes del XIX tuvieron aspectos
distintos. La de Louis XVI fue una expresión del frágil compromiso entre el
poder real y las aspiraciones reformistas de la Asamblea Constituyente y luego
Legislativa. La corte consular y luego imperial de Napoléon I destacó por su
capacidad de unir tradición e innovación en sus fastos. El emperador no fue un
vulgar imitador sino un continuador brillante y su capacidad para encarnar la
autoridad superó la de sus predecesores. Por primera vez, la corte no giró en
torno a la vida biológica del rey (el despertar, el vestir, el almuerzo…) sino
alrededor de su vida política (audiencias a diplomáticos, comunicación de
órdenes a sus oficiales…). Bajo su reinado, el centro del palacio dejó de ser
la antigua chambre de parade (dormitorio
de ceremonia) y pasó a ser el salón del trono, en otras palabras, el soberano
ya no lo era por derecho divino, sino gracias a que encarnaba un poder político
y una autoridad militar.
Napoléon I y Marie-Louise a su llegada a las Tullerías el día de su boda, en 1810. © RMN - Château de Versailles/Jean-Marc Manaï. |
La corte de la Restauración
Borbónica es seguramente la que ha gozado de peor fama. Venida después de los
fastos imperiales, la “Leyenda Negra” la describe como un lugar habitado por
cortesanos reaccionarios y vengativos, y soberanos estúpidos y devotos
incapaces de comprender su época. El gran problema de la corte de la Restauración
fue como “reconectar con el pasado” y sus soberanos supieron hacer una síntesis
inteligente de la herencia real, revolucionaria e imperial. Fueron además
capaces de renovar en profundidad el funcionamiento de la corte y de establecer por primera vez “conexiones” con los otros actores políticos del país (el parlamento). No
obstante, el cariz conservador y autoritario que tomó el régimen en los últimos
años se tradujo en un creciente odio hacia todas las expresiones tradicionales
de la monarquía, hasta tal punto que cuando Louis-Philippe I subió al trono en
1830 aseguró que prescindiría de una corte.
¿Pero un soberano puede vivir sin
una corte? ¿Sin chambelanes, sin caballerizos, sin ayudas de ceremonia? ¿La
reina puede tener solo una dama de compañía? El nuevo soberano pronto se dio
cuenta que no podía reinar sin los fastos y poco a poco una corte fue
apareciendo, más modesta, cierto, pero corte al fin y al cabo. El rey recibía
mucho e invitaba a partidarios y a enemigos, al mismo tiempo se esforzaba en
borrar cualquier traza del Antiguo Régimen no sin mantener constantes
referencias a la tradición borbónica y real, como lo fue la creación del Musée d’Histoire de la France en el
antiguo palacio de Versalles. Por otro lado, Louis-Philippe I tuvo cinco hijos y tres hijas, la mayoría de los cuales oscilaban entre los diez y los viente años cuando ascendió al trono, por primera vez, la corte se revistió de un carácter "burgués", pero también familiar y juvenil. La caída de la llamada Monarquía de Julio tuvo
ante todo razones más políticas, el rey intervino directamente en los asuntos
de gobierno, lastrando su popularidad.
Louis-Philippe I, su familia y el rey Léopold I de Bélgica visitando el museo de Versalles en 1844. © Photo RMN - Grand Palais. |
Ya desde 1848, el presidente de la
República, Louis-Napoléon Bonaparte, aspiró a recuperar los fastos del pasado.
El presupuesto para la “Casa del Presidente” no paró de crecer de 1848 a 1851 (de
600.000 a 2.5 millones de francos) y Louis-Napoléon se rodeó en el Élysée de un
séquito verdaderamente principesco. La corte fue completamente resucitada a
partir de 1852 y la llamada fête
impériale (los fastos asociados a la promoción del régimen) fueron una
característica esencial de la Francia del Segundo Imperio. Las invitaciones a
banqueros, industriales, científicos o artistas a los viajes de Compiègne,
Fontainebleau o Biarritz; las visitas, inauditas hasta entonces, de soberanos
extranjeros o los números viajes (inauditos también) que los soberanos
realizaron por el territorio francés otorgaron a la corte una influencia sin
parangón.
La corte que más fama tuvo de pompa
también fue la más moderna, nunca antes la familia reinante y el soberano habían
salido tanto de palacio, nunca se habían visitado tantos hospitales o fábricas,
ni tantos puntos del territorio francés y nunca antes se había recibido a tanta
gente que no perteneciera a la aristocracia. Sin embargo, la última corte
francesa fue criticada por sus excesos, críticas que provinieron tanto de la
vieja nobleza como de la oposición republicana, los dos sectores que accedieron
al poder en 1870, después de la caída del Segundo Imperio.
El Ayuntamiento de Lyon engalanado durante la visita del Emperador y la Emperatriz en 1869, por Pierre-Ambroise Richebourg. |
El incendio de Saint-Cloud y las
Tullerías en 1870 y 1871, respectivamente, simbolizaron, por encima de todo, el
fin de la experiencia curial en Francia.
“UNA CORTE SIN HERENCIA”
¿Qué queda hoy de la corte del
siglo XIX? Quizás más que de la de Versalles en realidad. Los museos franceses
están repletos de muebles, boiseries,
pinturas, grabados, objets d’art,
alfombras, tapices, porcelanas, argenterie,
etc, provenientes de la corte, y todo ello producido por los mejores artistas y
artesanos franceses del siglo XIX. Asimismo, todos los soberanos de dicho siglo
contribuyeron enormemente a la salvaguarda y al embellecimiento de las
residencias reales del Antiguo Régimen.
A pesar de la desaparición de las
Tullerías y Saint-Cloud, parte del mobiliario y objetos decorativos han llegado
hasta nosotros, las piezas más relevantes se encuentran expuestas en el Louvre
y, algunas otras, en otros palacios, como el Grand Trianon de Versalles. Un
gran número de dichos objetos (incluidos los tejidos), no obstante, están
ocultos en los almacenes del Mobilier
national (antiguo Gardemeuble de la Couronne
o Gardemeuble Impérial según el
régimen).
Los documentos conservados en los Archives Nationales son también un
patrimonio más que relevante. La serie O (concretamente las subseries O2, O3,
O4 y O5, una por cada monarquía) agrupa millares de facturas, informes, cartas
y plantas, que retratan como fue el día a día en la Maison du Roi o la Maison de
l’Empereur. Tampoco hay que olvidar los archivos de la serie AF (poder
ejecutivo) y algunos de los conservados en la serie AP, que agrupa los archivos
privados de varias personalidades, entre los que cabría destacar, entre muchos
otros, las subseries 176AP (Familia Bonaparte), 300AP (Familia Orléans) o 371AP
(duque y duquesa de Berry). Asimismo, una miscelánea de papeles privados y
documentos recuperados del palacio de las Tullerías en 1792, 1815, 1830, 1848 y
1870 se agrupan en la subserie AB XIX (archivos entrados por vía
extraordinaria).
Por último, y más centrada en el
campo de la arquitectura, la serie AJ (archivos diversos) contiene toda la
documentación de la Agence d’architecture
du Louvre et des Tuileries, instituida en 1848 y clausurada en 1870 para
coordinar la ampliación del Louvre y las diversas reformas efectuadas en las
Tullerías bajo el Segundo Imperio. El arquitecto Hector Lefuel, que se ganó la
fama de ser un hombre extremadamente bien organizado, fue el director de dicha
agencia, que dejó tras de sí miles de documentos, diseños, bocetos y plantas,
cosa indispensable, ya que los despachos de arquitectura del palacio sufrieron
importantes saqueos en 1848.
Planta de los aposentos del Emperador en las Tullerías, 1868. © Bibliothèque nationale de France/Gallica. |
En el patrimonio documental sobre
las últimas corte francesas también deben incluirse la gran cantidad (más que
en ninguna otra época) de periódicos, diarios, cartas y memorias escritas por
los propios contemporáneos. Algunos de los testimonios fueron escritos “en
caliente” por los propios cortesanos, seguramente ante la sensación de que
vivían en un mundo a punto de desaparecer, tal es el caso de la memorias de
Madame Campan, femme de chambre de la
reina Marie-Antoinette, o de la marquesa de Tourzel, gobernanta de sus hijos. A
esto hay que sumar las descripciones de emigrados o de viajeros (especialmente nobles
ingleses) que visitaron la Francia de la Revolución.
Bajo el Consulado y el Primer
Imperio, muchos fueron los que se dieron prisa en publicar sus memorias,
especialmente después de 1815, en plena efervescencia de la “leyenda
napoleónica”. Relatar tanto las glorias como los aspectos más íntimos de
Napoléon, cuando este se encontraba precisamente recluido en Santa Helena,
demostró ser receta clave para el éxito literario. Constant, primer valet del Emperador, o la duquesa de
Abrantes fueron algunos de los que se apuntaron a esta tendencia. Algunas
obras, no obstante, eran más literarias que biográficas. Muchos otros
testimonios, sin embargo, prefirieron dejar a sus descendientes la decisión de
publicar o no sus memorias, como por
ejemplo las del barón Fain, secretario del Emperador, publicadas en 1908; las
de Caulaicourt, gran caballerizo de la corte, que aparecieron en 1930
escondidas en un armario; o el diario del arquitecto Fontaine, solo publicado
en 1987.
Respecto a la Restauración
Borbónica, una misma idea parece recorrer todos los testimonios del periodo: la
necesidad de justificar o excusarse por la Revolución de 1830. El ejemplo más
remarcable es el del duque de Doudeauville que publicó sus cartas en las que
advertía a Charles X sobre los errores que estaba cometiendo. Solo unos pocos
parecen haberse interesado en describir el día a día en la corte, como el
guardia de corps Théodore Anne, el
vizconde de Reiset o el lector del Rey, Édouard Mennechet. Muchos otros dejaron
descripciones de los rituales de corte, percibidos como estrafalarios y
anticuados. Lo hizo Fennimore Cooper, en un relato sobre una visita a las
Tullerías o Rodolphe Apponyi, sobrino que embajador austríaco que llevó un
registro de todos los bailes y recepciones a los que fue invitado de 1826 a
1850.
Invitados llegando al baile "de María Estuardo" celebrado por la duquesa de Berry en las Tullerías, en 1829. |
También hubo memorialistas en la
Monarquía de Julio, entre los cuales había curtidos supervivientes como la
condesa de Boigne, que comenzó sus memorias con Louis XVI o el mariscal
napoleónico Boniface de Castellane, que fallecería en 1862, ya bien entrado el
Segundo Imperio. Algunos íntimos de la familia real también dejaron escritas
sus vivencias, como Cuvillier-Fleury, preceptor del duque de Aumale, o el conde
de Montalivet, ministro e intendente de la lista civil, que escribió en 1851
una encendida defensa a la labor del soberano como patrón de las artes. Incluso
los propios Orléans nos dejaron testimonios de sus vivencias, tanto
Louis-Philippe I como la reina Marie-Amélie o el duque de Orléans llevaban sus
diarios personales al día, pero el documento más emotivo seguramente sean los Vieux souvenirs redactados por el
príncipe de Joinville e ilustrados por acuarelas de su propia mano.
¿Y qué decir del Segundo Imperio?
Una vez más, las memorias y autobiografías pueden contarse por centenas, ya sea
de cortesanos “profesionales” o de invitados ocasionales a las famosas séries de Compiègne y Fontainebleau.
Sería injusto no citar las obras del conde Horace de Viel-Castel, conservador
del Louvre, de la princesa Pauline von Metternich, esposa del embajador
austriaco, o del conde Émile Félix Fleury, gran caballerizo de la corte.
Asimismo, en 1897, el duque de Conegliano, gran chambelán de la corte, publicó
el libro Le Second Empire, la maison de
l’Empereur, en el que retrataba el funcionamiento y la organización diaria
de la corte imperial. En fechas más recientes, 1978, salieron a la luz por
primera vez unos pequeños cuadernitos que la marquesa de Latour Maubourg, dama
de compañía de la emperatriz, había escrito narrando su día a día en la corte. Dichos cuadernos habían
permanecido ocultos en los archivos familiares.
Finalmente,
no deberíamos dejar de citar a la prensa escrita como otra gran fuente. Sin
embargo, el hecho que el siglo XIX coincidiera con una época de progresiva
libertad de prensa (a veces traducida en feroces críticas contra la corte) y
que, con frecuencia, los soberanos recurrieran a la censura y a la propaganda
para mejorar su imagen hace que el estudio de las cortes a través del sesgo
ideológico de la prensa sea tan apasionante como complicado.
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El resto del libro de Charles-Éloi
Vidal, es un pormenorizado, exhaustivo y denso (pero ameno) estudio sobre cada
una de las cortes francesas del siglo XIX. Una de esas obras monumentales que
hace que nos preguntemos, ¿Por qué nadie ha escrito esto antes? La respuesta
sería sencilla: por falta de interés, pero también por una cierta incomodidad y
malestar. ¿Porque estudiar un fenómeno cortesano, juzgado anticuado, pudiendo
estudiar algo tan tentador como la revolución liberal, o la proletaria, o la artística,
mucho más atrayentes para nuestra sociedad? Es innegable que ha habido una
cierta sensación de incomodidad entre los historiadores, una sensación desagradable
de estar estudiando algo polvoriento parecido a los ganchillos de la abuela.
El glamour de la emperatriz Joséphine es comparable al de
Marie-Antoinette, la epopeya de un déspota ilustrado como Napoléon equivale con
facilidad a la de Louis XVI y la vida novelesca de la duquesa de Berry no tiene
nada que envidiar a la de la Grande Mademoiselle. Sin embargo, con frecuencia,
la historiografía sigue prefiriendo hablar de las cortes decimonónicas como
algo a punto de morir más que de algo lleno de vida, como de un pueril “retorno
al pasado” más que de un fenómeno lleno de modernidad y adaptabilidad. En otras
palabras, en un siglo de revoluciones, el fenómeno curial se ha juzgado apresuradamente como una mera
“contrarrevolución”, con toda su carga reaccionaria, rancia y anticuada .
EL TOUR DE ENRIC
Un repaso al resto de estados
europeos nos dejaría una sensación parecida, o incluso peor. Solo dos países,
Reino Unido y Rusia, parecen ser la excepción. En el primero, la larga época
victoriana sin duda se percibe como una edad de oro frente a las cortes provincianas
y escandalosas de los primeros Hannover en el XVIII. En Rusia, por otra parte,
el drama de la Revolución Rusa ha favorecido el estudio, he incluso la
veneración, de la corte imperial en las últimas décadas del siglo XIX.
Austria, dado que antaño fue un
imperio multiétnico, sería un caso especial. El mito de Sisi y el largo reinado
de Franz-Joseph I han generado una amplia bibliografía. Sin embargo, casi
siempre Sisi se aborda desde una perspectiva muy emocional y el emperador
desde un punto de vista muy político. Estudios globales sobre la corte austríaca
de 1804 a 1918 y su promoción artística podrían contarse con una sola mano. Un
ejemplo sintomático es que el castillo de Laxenburg y la Kaiservilla de Bad Ischl carecen aún de una monografía.
Por otro lado, la mayoría de los
estudios se reducen, en su mayor parte, a Viena y a la actual Austria. En el
resto de estados que antaño formaron el Imperio (Chequia, Hungría, Croacia…) el
siglo XIX permanece relegado al más profundo de los olvidos, prefiriéndose
estudiar el periodo medieval anterior a los Habsburgo. Esto sirve mejor para
ensalzar las “glorias nacionales” de los nuevos estados.
En el caso italiano, se ha vivido
un ligero despunte a raíz de la celebración, en 2011, de los 150 años de la
unidad de Italia (1861). La época del Risorgimento
y la monarquía de Vittorio Emanuele II se han visto estudiadas en varias
exposiciones y ensayos, sin embargo, las cortes principescas renacentistas y la
corte papal barroca siguen copando la mayor parte de la bibliografía. Especialmente
desalentador es el caso de los Borbones de Nápoles en el XIX, cuya corte
permanece ignorada y sus palacios (Nápoles, Caserta y Portici) apenas
estudiados.
Alemania es un caso especial. Los
estudios curiales se enfrentan en este país a un doble reto: en primer lugar a la
propia imagen negativa que siguen teniendo muchos alemanes de su propia
historia, ejemplificado todo ello con la famosa “Tesis de Fischer” o la Sonderweg; y, por otro lado, la gran
destrucción de patrimonio que sufrió dicho país durante la última guerra.
Como en el caso francés (Tuileries
y Saint-Cloud) es difícil evocar en Alemania las cortes decimonónicas cuando la
mayoría de los palacios fueron destruidos durante los bombardeos aliados y/o
durante la dictadura comunista. Como consecuencia, por lo general se ha
preferido estudiar los siglos XVII-XVIII (la era del barroco) y, más
tímidamente, los inicios del XIX (la era de los filósofos), mientras se ha
relegado la Unificación y el Segundo Imperio alemán al olvido. La ampulosa,
pero no menos importante, pintura “Apoteosis del káiser Wilhelm I” de Ferdinand
Keller permanece relegada en una sala de paso de un museo berlinés y en el Neues Palais de Potsdam se prefiere
hablar de Friedrich II el Grande (que apenas lo usó) que del káiser Wilhelm II
(que lo utilizó como su residencia favorita durante más de dos décadas).
En los últimos años, sin embargo,
han aparecido nuevas biografías sobre dicho monarca que ponen en relieve el
papel y el poder de la corte, asimismo varios estudios sobre el mecenazgo
artístico de soberanos como Friedrich Wilhelm IV o Wilhelm I han puesto en
relieve la exuberancia y riqueza de sus cortes. Evidentemente, todos estos
estudios aspiran no solo a divulgar la historia del periodo, sino a rememorar
todo el patrimonio perdido durante la guerra. Afortunadamente, las recientes
restauraciones de castillos decimonónicos como Schwerin, Branitz o Drachenburg
auguran un lento redescubrimiento del periodo.
Para concluir ya, no estaría de más
hacer referencia al caso español, donde los Habsburgo y los Borbones gozan de un
estudio e interés muy desigual. Es difícil rivalizar con la fama legendaria de
reyes de medio mundo y mecenas del Siglo de Oro que tiene los soberanos de la
Casa de Austria. Los Habsburgo siguen imponiéndose abrumadoramente en la mayoría de estudios e investigaciones, baste citar que apenas se ha escrito nada sobre El Escorial post-filipino. Afortunadamente, poco a poco, los Borbones del siglo XVIII, su
reformismo político y sus cortes han ido recuperando el lugar que merecen en la
historiografía.
Los Borbones del siglo XIX, no
obstante, siguen relegados al ostracismo. La identificación de sus reinados
como una sucesión de fracasos políticos ha desplazado su importante labor en cuanto
a mecenazgo artístico y motor de transformaciones económicas y sociales. La
enorme promoción artística emprendida bajo Fernando VII ha quedado oculta bajo
el poco halagüeño análisis político de su reinado, lo mismo podría decirse de
su hija y sucesora Isabel II, cuya modernización de los rituales de la corte
(fue la primera soberana en invitar a los cortesanos a comer a su mesa) permanece
en el olvido. El reinado de Alfonso XII parece demasiado corto para ser
estudiado y el de Alfonso XIII sigue identificándose como una mera antesala a los
horrores de la Guerra Civil. Sin embargo, su corte fue la última que existió
en España y, como las del zar y el káiser, estuvo marcada por una mezcolanza
entre tradición y una rabiosa modernidad tecnológica.
La moda de los “baños de mar” en el Cantábrico, impulsada por Isabel II y las estancias de la familia real en el norte apenas han recibido un estudio global. Los palacios de Miramar y La Magdalena carecen de una monografía exhaustiva, ni que decir del palacio de Pedralbes en Barcelona, identificado, más que ningún otro edificio en España, con la decrepitud de la monarquía. Los viajes por el territorio del estado y la función política del ferrocarril, iniciados en el reinado de Isabel II, tampoco han suscitado excesivo interés, como tampoco el uso que se hizo en este siglo de emblemáticas residencias reales “de provincia” como los Reales Alcázares de Sevilla o la Almudaina de Mallorca.
Fernando VII llegando en falúa a Aranjuez, por Fernando Brambilla. |
La moda de los “baños de mar” en el Cantábrico, impulsada por Isabel II y las estancias de la familia real en el norte apenas han recibido un estudio global. Los palacios de Miramar y La Magdalena carecen de una monografía exhaustiva, ni que decir del palacio de Pedralbes en Barcelona, identificado, más que ningún otro edificio en España, con la decrepitud de la monarquía. Los viajes por el territorio del estado y la función política del ferrocarril, iniciados en el reinado de Isabel II, tampoco han suscitado excesivo interés, como tampoco el uso que se hizo en este siglo de emblemáticas residencias reales “de provincia” como los Reales Alcázares de Sevilla o la Almudaina de Mallorca.
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