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lunes, 19 de marzo de 2018

Las cortes que nunca existieron

Con frecuencia, la gente poco docta en historia (y también la docta), considera que el siglo XIX no es un siglo de monarquías. ¿Después de la Revolución Francesa, como puede volver a haber espacio para los soberanos y sus aduladoras cortes? En el siglo XIX, el llamado siglo del liberalismo y de las luchas proletarias, ¿qué importancia pueden tener los reyes y los rituales ancestrales? Se considera, es cierto, que hubo reyes y cortes, pero que no dejaron de ser una mera continuación del Antiguo Régimen, fantasmas del pasado realizando rituales obsoletos. En otras palabras, los restos de una época que se negaba a desaparecer, frente a un mundo cambiante y moderno.

"El pueblo de París llegando a Versalles" por François Flameng.

Se equivocan.

Durante gran parte del siglo XX, la historiografía de tendencia marxista, se esforzó en estudiar los procesos revolucionarios y los sistemas económicos del siglo XIX, la sociología de las élites quedó en un segundo inexistente plano. A partir de 1980, sin embargo, empezó a aparecer una historiografía centrada en analizar el fenómeno curial. Se demostró entonces que países como el Segundo Imperio Francés o el Segundo Reich Alemán, que en su época fueron las naciones más avanzadas e industrializadas del mundo, poseían, además, una monarquía a pleno funcionamiento y enormes e influentes cortes. Emblemático e indispensable, sobre todo por su visión global, es el artículo de Philippe Mansel “The Court in the Nineteenth Century: return to the Limelight” publicado en 2012.

También desde la historiografía del arte se prefirió estudiar las vanguardias pictóricas o la innovadora arquitectura de hierro y cristal. En el canónico “Arquitectura de los siglos XIX y XX” de Henry Russell-Hitchcock, el autor dedica apenas unas líneas anecdóticas a emblemáticos palacios europeos. El siglo XIX no era época de palacios. Sin embargo, en dicho siglo, se reformaron costosamente la mayoría de los palacios europeos y una innegable cantidad fue construida ex-novo, en especial en los nuevos estados que se crearon. Paradójicamente, Napoléon, considerado heredero de los ideales revolucionarios, trajo consigo una auténtica fiebre constructiva de palacios que puede entenderse incluso como una re-monarquización de Europa.

En 2016, Charles-Éloi Vial, historiador francés, publicó un libro que promete convertirse en canónico entre los estudios de las cortes francesas (y europeas) post-revolucionarias. Les derniers feux de la monarchie, la cour au siècle des révolutions (1789-1870) es el primer estudio global y comparado sobre las seis cortes (cuatro reales y dos imperiales) que existieron en la Francia decimonónica, pues, si bien las cortes de Napoléon I y (más recientemente) Napoléon III han generado una considerable bibliografía, las de Louis XVI, Louis XVIII, Charles X y Louis-Philippe I siguen relegadas al olvido.

Lo que sigue es una “reinterpretación” basada en el primer capítulo de dicho libro, con algún que otro añadido mío aquí y allí.

“BARRICADAS, FANTASMAS Y ECOS”

Mariscales emperifollados y con títulos rimbombantes alrededor del trono de Napoléon, fantasmas supervivientes del Antiguo Régimen llegados en masa en 1814 y banqueros y magnates con aires de nuevo rico. Durante mucho tiempo se ha creído que no hubo cortes en Francia después de la Revolución, sino que solo hubo cortesanos.

Son tópicos que ha perdurado durante largo tiempo, a pesar de que la Francia decimonónica vivió un fenómeno curial particularmente activo, hasta tal punto, que podemos afirmar que no hubo ruptura entre los regímenes, sino un largo proceso de adaptación del ceremonial versallesco, que siempre fue una referencia insuperable. En cierto modo, podemos decir que la desconocida corte de Louis XVI de 1789 a 1792 prefigura ya muchos elementos de las cortes del XIX, ya sea por su repartición de tareas entre los criados y los cargos honoríficos, los momentos del día a día del rey o las delicadas relaciones entre la corte y los otros centros de poder, en especial los representantes “del pueblo”, aparecidos al final del Antiguo Régimen.

La fachada cara al jardín del palacio de las Tuileries, en 1867. 

Si bien nunca alcanzaron el prestigio de Versalles, las cortes del XIX tuvieron una influencia fundamental en la política, la diplomacia, el arte o la vida mundana. En el siglo XVIII, Versalles se encontró con la creciente rivalidad de Paris, pero con el retorno de la corte a la capital en 1789, villa y corte se convirtieron en inseparables, retroalimentándose durante casi un siglo.  La corte pudo aprovechar la proximidad de los teatros, la ópera, los salones de pintura y los hôtels de las grandes familias francesas, de la nobleza más reciente o de la gran burguesía parisina. Del mismo modo, los fastos monárquicos hicieron revivir talleres, manufacturas y grandes artistas.

Sin embargo, este retorno también implicó que la corte debía aprender a convivir con la pobreza obrera, la prensa, los clubs políticos o simplemente con los ánimos encendidos de la oposición popular. La cohabitación no fue fácil y la sombra de Versalles fue larga entre las clases populares: la corte se percibía como un lugar repleto de cortesanos inútiles y avaros que aspiraban a reinstaurar el absolutismo. Del mismo modo que los distritos orientales de París fueron los feudos de las clases más desfavorecidas, las Tullerías fueron consideradas el bastión de la corte. La frecuencia con la que las barricadas se alzaron cerca del palacio ha llevado a algunos historiadores a considerar las revoluciones del XIX como “revoluciones de palacio”. El palacio, enclavado en medio de barrios populares, era como una avanzadilla en medio de territorio enemigo y, del mismo modo, era la expresión física de la corte, es por eso que con frecuencia fue objeto de ataques. Sería saqueado en 1792, 1830 y 1848 y finalmente incendiado en 1871. Tales infortunios le valdrían un inmerecido epíteto de “palacio maldito”.

Napoléon en su nuevo palacio de las Tullerías, recibiendo al Senado Romano.


Los revolucionarios parisinos saqueando las Tullerías en 1848.

Para contrarrestar esta hostilidad, la corona se esforzó por destacar la generosidad del monarca con sus súbditos, así como los beneficios que la corte traía a la villa: daba trabajo y ayudas y además ofrecía fiestas y celebraciones públicas. Durante todo el siglo XIX los fastos de la corte tuvieron de convivir con la miseria, la delincuencia y las epidemias.

Pero la propia corte también vivió tensiones internas durante todo el siglo, hasta el punto que podemos afirmar que no fue un bastión cerrado, sino un punto de encuentro, una encrucijada para distintas sensibilidades políticas, desde los más acérrimos contrarrevolucionarios hasta los republicanos, pasando por los bonapartistas autoritarios, los liberales, los orleanistas o la izquierda dinástica. Todo hombre y mujer que se preciara aspiraba a ser invitado alguna vez en su vida a las Tullerías y, como gran novedad respecto al Antiguo Régimen, por primera vez la corte acogió a gente por sus méritos individuales y no solo por sus títulos y linajes.

Pero el siglo XIX fue también el siglo de la opinión pública: el nacimiento de la prensa, las batallas de opinión, las caricaturas o la progresiva libertad de expresión obligaron a los regímenes a adaptar su discurso, la corte ya no podía ser la vitrina del poder, sino que debía encarnar la riqueza de todo el país, además de revestirse de un integridad política y moral intachable. Durante todo el siglo, los periódicos, en función de su afinidad política, describirían a la corte como un modelo de virtud o como un nido de depravación y decadencia.

La capital no era solo una amenaza en potencia, sino que también tenía sus desventajas prácticas. Tras abandonar Versalles, la corte tuvo que hacer frente a la falta de espacio en el palacio, a la falta de alojamientos, a la distancia entre los edificios, a las callejuelas estrechas y a la densidad poblacional en aumento frente a las verjas de las Tullerías. Todo parecía comprimir poco a poco el espacio curial pero, afortunadamente, la corte tenía otros palacios fuera de la capital: Saint-Cloud, Fontainebleau, Compiègne y Rambouillet fueron los más célebres, sin olvidar residencias más privadas como Neuilly, Eu, Pau o la villa de Biarritz. Fruto de esta sensación de agobio en París, la corte se esforzó en resucitar los séjours (estancias oficiales), prácticamente desaparecidos a finales del Antiguo Régimen. Estos viajes permitían recuperar ese contacto con la naturaleza y esa sensación de libertad que los cortesanos tanto añoraban de Versalles. Además, permitían exportar el boato de la corte fuera de París y afirmar la continuidad entre regímenes. Tampoco hay que olvidar el papel fundamental que tuvieron estos viajes en el re-amueblamiento y el mantenimiento de las numerosas residencias reales abandonadas tras la Revolución.

Louis-Philippe I recibiendo a la reina Victoria en el bosque del castillo de Eu.
© Royal Collection/HM the Queen.

Paradójicamente, la corte nunca fue tan fastuosa como en el siglo XIX, gracias a la llamada Lista Civil. Dicha lista eran los recursos que el estado ponía a disposición del soberano para que ejerciera sus funciones y comprendían esencialmente los bienes inmobiliarios (palacios y fincas, pero también la ópera y algunos museos), los mobiliarios (muebles, colecciones reales, las Joyas de la Corona) y los monetarios (subvenciones estatales y rentas sacadas de la explotación de las distintas fincas). Solo en fincas y propiedades, la Lista Civil ya superaba aquello que antes de 1789 había constituido el llamado Domain royal (“Señorío Real” - las propiedades pertenecientes al Rey como señor feudal que era). Gracias a la Lista Civil, jamás los criados fueron tan numerosos, los caballos tan bonitos y los aposentos jamás estuvieron tan bien amueblados como después de la Revolución.

Del mismo modo, la corte no fue jamás tan poderosa. Napoléon gozó de una autoridad sin parangón, y en determinados momentos pudo jactarse de gobernar Europa, cosa que Louis XIV jamás logró; Louis XVIII y Charles X podían, en virtud de la Chartre (Carta Magna) oponerse a cualquier medida legislativa aprobada por la Chambre (Parlamento); Louis-Philippe I fue durante gran parte de su reinado su propio primer ministro y Napoléon III, gracias al bloqueo de la instituciones instaurado en 1851, tuvo las manos libres  para gobernar y reformar el país, cosa que nunca logró Louis XVI. Sin embargo, había una diferencia esencial con el Antiguo Régimen, los cortesanos que gozaban de cargos honoríficos ya  no tenían ni voz ni voto en cuestiones políticas, estas quedaron en manos de dirigentes profesionales, los miembros del gabinete del soberano.

Recepción del duque de Orléans en las Tullerías, por Eugène Lami.







“UNIDAD EN LA DIVERSIDAD”

A pesar de estas constantes (fastos, poder y revuelta), todas las cortes del XIX tuvieron aspectos distintos. La de Louis XVI fue una expresión del frágil compromiso entre el poder real y las aspiraciones reformistas de la Asamblea Constituyente y luego Legislativa. La corte consular y luego imperial de Napoléon I destacó por su capacidad de unir tradición e innovación en sus fastos. El emperador no fue un vulgar imitador sino un continuador brillante y su capacidad para encarnar la autoridad superó la de sus predecesores. Por primera vez, la corte no giró en torno a la vida biológica del rey (el despertar, el vestir, el almuerzo…) sino alrededor de su vida política (audiencias a diplomáticos, comunicación de órdenes a sus oficiales…). Bajo su reinado, el centro del palacio dejó de ser la antigua chambre de parade (dormitorio de ceremonia) y pasó a ser el salón del trono, en otras palabras, el soberano ya no lo era por derecho divino, sino gracias a que encarnaba un poder político y una autoridad militar.

Napoléon I y Marie-Louise a su llegada a las Tullerías el día de su boda, en 1810.
© RMN - Château de Versailles/Jean-Marc Manaï.

La corte de la Restauración Borbónica es seguramente la que ha gozado de peor fama. Venida después de los fastos imperiales, la “Leyenda Negra” la describe como un lugar habitado por cortesanos reaccionarios y vengativos, y soberanos estúpidos y devotos incapaces de comprender su época. El gran problema de la corte de la Restauración fue como “reconectar con el pasado” y sus soberanos supieron hacer una síntesis inteligente de la herencia real, revolucionaria e imperial. Fueron además capaces de renovar en profundidad el funcionamiento de la corte y de establecer por primera vez “conexiones” con los otros actores políticos del país (el parlamento). No obstante, el cariz conservador y autoritario que tomó el régimen en los últimos años se tradujo en un creciente odio hacia todas las expresiones tradicionales de la monarquía, hasta tal punto que cuando Louis-Philippe I subió al trono en 1830 aseguró que prescindiría de una corte.

¿Pero un soberano puede vivir sin una corte? ¿Sin chambelanes, sin caballerizos, sin ayudas de ceremonia? ¿La reina puede tener solo una dama de compañía? El nuevo soberano pronto se dio cuenta que no podía reinar sin los fastos y poco a poco una corte fue apareciendo, más modesta, cierto, pero corte al fin y al cabo. El rey recibía mucho e invitaba a partidarios y a enemigos, al mismo tiempo se esforzaba en borrar cualquier traza del Antiguo Régimen no sin mantener constantes referencias a la tradición borbónica y real, como lo fue la creación del Musée d’Histoire de la France en el antiguo palacio de Versalles. Por otro lado, Louis-Philippe I tuvo cinco hijos y tres hijas, la mayoría de los cuales oscilaban entre los diez y los viente años cuando ascendió al trono, por primera vez, la corte se revistió de un carácter "burgués", pero también familiar y juvenil. La caída de la llamada Monarquía de Julio tuvo ante todo razones más políticas, el rey intervino directamente en los asuntos de gobierno, lastrando su popularidad.

Louis-Philippe I, su familia y el rey Léopold I de Bélgica visitando el museo de Versalles en 1844.
© Photo RMN - Grand Palais.

Ya desde 1848, el presidente de la República, Louis-Napoléon Bonaparte, aspiró a recuperar los fastos del pasado. El presupuesto para la “Casa del Presidente” no paró de crecer de 1848 a 1851 (de 600.000 a 2.5 millones de francos) y Louis-Napoléon se rodeó en el Élysée de un séquito verdaderamente principesco. La corte fue completamente resucitada a partir de 1852 y la llamada fête impériale (los fastos asociados a la promoción del régimen) fueron una característica esencial de la Francia del Segundo Imperio. Las invitaciones a banqueros, industriales, científicos o artistas a los viajes de Compiègne, Fontainebleau o Biarritz; las visitas, inauditas hasta entonces, de soberanos extranjeros o los números viajes (inauditos también) que los soberanos realizaron por el territorio francés otorgaron a la corte una influencia sin parangón.

La corte que más fama tuvo de pompa también fue la más moderna, nunca antes la familia reinante y el soberano habían salido tanto de palacio, nunca se habían visitado tantos hospitales o fábricas, ni tantos puntos del territorio francés y nunca antes se había recibido a tanta gente que no perteneciera a la aristocracia. Sin embargo, la última corte francesa fue criticada por sus excesos, críticas que provinieron tanto de la vieja nobleza como de la oposición republicana, los dos sectores que accedieron al poder en 1870, después de la caída del Segundo Imperio.

El Ayuntamiento de Lyon engalanado durante la visita del Emperador y la Emperatriz en 1869, por Pierre-Ambroise Richebourg.

El incendio de Saint-Cloud y las Tullerías en 1870 y 1871, respectivamente, simbolizaron, por encima de todo, el fin de la experiencia curial en Francia.

“UNA CORTE SIN HERENCIA”

¿Qué queda hoy de la corte del siglo XIX? Quizás más que de la de Versalles en realidad. Los museos franceses están repletos de muebles, boiseries, pinturas, grabados, objets d’art, alfombras, tapices, porcelanas, argenterie, etc, provenientes de la corte, y todo ello producido por los mejores artistas y artesanos franceses del siglo XIX. Asimismo, todos los soberanos de dicho siglo contribuyeron enormemente a la salvaguarda y al embellecimiento de las residencias reales del Antiguo Régimen.

A pesar de la desaparición de las Tullerías y Saint-Cloud, parte del mobiliario y objetos decorativos han llegado hasta nosotros, las piezas más relevantes se encuentran expuestas en el Louvre y, algunas otras, en otros palacios, como el Grand Trianon de Versalles. Un gran número de dichos objetos (incluidos los tejidos), no obstante, están ocultos en los almacenes del Mobilier national (antiguo Gardemeuble de la Couronne o Gardemeuble Impérial según el régimen).

Los documentos conservados en los Archives Nationales son también un patrimonio más que relevante. La serie O (concretamente las subseries O2, O3, O4 y O5, una por cada monarquía) agrupa millares de facturas, informes, cartas y plantas, que retratan como fue el día a día en la Maison du Roi o la Maison de l’Empereur. Tampoco hay que olvidar los archivos de la serie AF (poder ejecutivo) y algunos de los conservados en la serie AP, que agrupa los archivos privados de varias personalidades, entre los que cabría destacar, entre muchos otros, las subseries 176AP (Familia Bonaparte), 300AP (Familia Orléans) o 371AP (duque y duquesa de Berry). Asimismo, una miscelánea de papeles privados y documentos recuperados del palacio de las Tullerías en 1792, 1815, 1830, 1848 y 1870 se agrupan en la subserie AB XIX (archivos entrados por vía extraordinaria).

Por último, y más centrada en el campo de la arquitectura, la serie AJ (archivos diversos) contiene toda la documentación de la Agence d’architecture du Louvre et des Tuileries, instituida en 1848 y clausurada en 1870 para coordinar la ampliación del Louvre y las diversas reformas efectuadas en las Tullerías bajo el Segundo Imperio. El arquitecto Hector Lefuel, que se ganó la fama de ser un hombre extremadamente bien organizado, fue el director de dicha agencia, que dejó tras de sí miles de documentos, diseños, bocetos y plantas, cosa indispensable, ya que los despachos de arquitectura del palacio sufrieron importantes saqueos en 1848.

Planta de los aposentos del Emperador en las Tullerías, 1868.
© Bibliothèque nationale de France/Gallica.

En el patrimonio documental sobre las últimas corte francesas también deben incluirse la gran cantidad (más que en ninguna otra época) de periódicos, diarios, cartas y memorias escritas por los propios contemporáneos. Algunos de los testimonios fueron escritos “en caliente” por los propios cortesanos, seguramente ante la sensación de que vivían en un mundo a punto de desaparecer, tal es el caso de la memorias de Madame Campan, femme de chambre de la reina Marie-Antoinette, o de la marquesa de Tourzel, gobernanta de sus hijos. A esto hay que sumar las descripciones de emigrados o de viajeros (especialmente nobles ingleses) que visitaron la Francia de la Revolución.

Bajo el Consulado y el Primer Imperio, muchos fueron los que se dieron prisa en publicar sus memorias, especialmente después de 1815, en plena efervescencia de la “leyenda napoleónica”. Relatar tanto las glorias como los aspectos más íntimos de Napoléon, cuando este se encontraba precisamente recluido en Santa Helena, demostró ser receta clave para el éxito literario. Constant, primer valet del Emperador, o la duquesa de Abrantes fueron algunos de los que se apuntaron a esta tendencia. Algunas obras, no obstante, eran más literarias que biográficas. Muchos otros testimonios, sin embargo, prefirieron dejar a sus descendientes la decisión de publicar o no sus memorias,  como por ejemplo las del barón Fain, secretario del Emperador, publicadas en 1908; las de Caulaicourt, gran caballerizo de la corte, que aparecieron en 1930 escondidas en un armario; o el diario del arquitecto Fontaine, solo publicado en 1987.

Respecto a la Restauración Borbónica, una misma idea parece recorrer todos los testimonios del periodo: la necesidad de justificar o excusarse por la Revolución de 1830. El ejemplo más remarcable es el del duque de Doudeauville que publicó sus cartas en las que advertía a Charles X sobre los errores que estaba cometiendo. Solo unos pocos parecen haberse interesado en describir el día a día en la corte, como el guardia de corps Théodore Anne, el vizconde de Reiset o el lector del Rey, Édouard Mennechet. Muchos otros dejaron descripciones de los rituales de corte, percibidos como estrafalarios y anticuados. Lo hizo Fennimore Cooper, en un relato sobre una visita a las Tullerías o Rodolphe Apponyi, sobrino que embajador austríaco que llevó un registro de todos los bailes y recepciones a los que fue invitado de 1826 a 1850.

Invitados llegando al baile "de María Estuardo" celebrado por la duquesa de Berry en las Tullerías, en 1829.

También hubo memorialistas en la Monarquía de Julio, entre los cuales había curtidos supervivientes como la condesa de Boigne, que comenzó sus memorias con Louis XVI o el mariscal napoleónico Boniface de Castellane, que fallecería en 1862, ya bien entrado el Segundo Imperio. Algunos íntimos de la familia real también dejaron escritas sus vivencias, como Cuvillier-Fleury, preceptor del duque de Aumale, o el conde de Montalivet, ministro e intendente de la lista civil, que escribió en 1851 una encendida defensa a la labor del soberano como patrón de las artes. Incluso los propios Orléans nos dejaron testimonios de sus vivencias, tanto Louis-Philippe I como la reina Marie-Amélie o el duque de Orléans llevaban sus diarios personales al día, pero el documento más emotivo seguramente sean los Vieux souvenirs redactados por el príncipe de Joinville e ilustrados por acuarelas de su propia mano.

¿Y qué decir del Segundo Imperio? Una vez más, las memorias y autobiografías pueden contarse por centenas, ya sea de cortesanos “profesionales” o de invitados ocasionales a las famosas séries de Compiègne y Fontainebleau. Sería injusto no citar las obras del conde Horace de Viel-Castel, conservador del Louvre, de la princesa Pauline von Metternich, esposa del embajador austriaco, o del conde Émile Félix Fleury, gran caballerizo de la corte. Asimismo, en 1897, el duque de Conegliano, gran chambelán de la corte, publicó el libro Le Second Empire, la maison de l’Empereur, en el que retrataba el funcionamiento y la organización diaria de la corte imperial. En fechas más recientes, 1978, salieron a la luz por primera vez unos pequeños cuadernitos que la marquesa de Latour Maubourg, dama de compañía de la emperatriz, había escrito narrando su día a  día en la corte. Dichos cuadernos habían permanecido ocultos en los archivos familiares.

El castillo de Saint-Cloud durante el Segundo Imperio.

Finalmente, no deberíamos dejar de citar a la prensa escrita como otra gran fuente. Sin embargo, el hecho que el siglo XIX coincidiera con una época de progresiva libertad de prensa (a veces traducida en feroces críticas contra la corte) y que, con frecuencia, los soberanos recurrieran a la censura y a la propaganda para mejorar su imagen hace que el estudio de las cortes a través del sesgo ideológico de la prensa sea tan apasionante como complicado.
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El resto del libro de Charles-Éloi Vidal, es un pormenorizado, exhaustivo y denso (pero ameno) estudio sobre cada una de las cortes francesas del siglo XIX. Una de esas obras monumentales que hace que nos preguntemos, ¿Por qué nadie ha escrito esto antes? La respuesta sería sencilla: por falta de interés, pero también por una cierta incomodidad y malestar. ¿Porque estudiar un fenómeno cortesano, juzgado anticuado, pudiendo estudiar algo tan tentador como la revolución liberal, o la proletaria, o la artística, mucho más atrayentes para nuestra sociedad? Es innegable que ha habido una cierta sensación de incomodidad entre los historiadores, una sensación desagradable de estar estudiando algo polvoriento parecido a los ganchillos de la abuela.

El glamour de la emperatriz Joséphine es comparable al de Marie-Antoinette, la epopeya de un déspota ilustrado como Napoléon equivale con facilidad a la de Louis XVI y la vida novelesca de la duquesa de Berry no tiene nada que envidiar a la de la Grande Mademoiselle. Sin embargo, con frecuencia, la historiografía sigue prefiriendo hablar de las cortes decimonónicas como algo a punto de morir más que de algo lleno de vida, como de un pueril “retorno al pasado” más que de un fenómeno lleno de modernidad y adaptabilidad. En otras palabras, en un siglo de revoluciones, el fenómeno curial se ha juzgado apresuradamente como una mera “contrarrevolución”, con toda su carga reaccionaria, rancia y anticuada .

El príncipe Ferdinand-Philippe d'Orléans, hijo del rey Louis-Philippe I, pintado por Ingres.

EL TOUR DE ENRIC

Un repaso al resto de estados europeos nos dejaría una sensación parecida, o incluso peor. Solo dos países, Reino Unido y Rusia, parecen ser la excepción. En el primero, la larga época victoriana sin duda se percibe como una edad de oro frente a las cortes provincianas y escandalosas de los primeros Hannover en el XVIII. En Rusia, por otra parte, el drama de la Revolución Rusa ha favorecido el estudio, he incluso la veneración, de la corte imperial en las últimas décadas del siglo XIX.

Austria, dado que antaño fue un imperio multiétnico, sería un caso especial. El mito de Sisi y el largo reinado de Franz-Joseph I han generado una amplia bibliografía. Sin embargo, casi siempre Sisi se aborda desde una perspectiva muy emocional y el emperador desde un punto de vista muy político. Estudios globales sobre la corte austríaca de 1804 a 1918 y su promoción artística podrían contarse con una sola mano. Un ejemplo sintomático es que el castillo de Laxenburg y la Kaiservilla de Bad Ischl carecen aún de una monografía.

La "arcadia de los Habsburgo", el castillo de Laxenburg, en las afueras de Viena.

Por otro lado, la mayoría de los estudios se reducen, en su mayor parte, a Viena y a la actual Austria. En el resto de estados que antaño formaron el Imperio (Chequia, Hungría, Croacia…) el siglo XIX permanece relegado al más profundo de los olvidos, prefiriéndose estudiar el periodo medieval anterior a los Habsburgo. Esto sirve mejor para ensalzar las “glorias nacionales” de los nuevos estados.

En el caso italiano, se ha vivido un ligero despunte a raíz de la celebración, en 2011, de los 150 años de la unidad de Italia (1861). La época del Risorgimento y la monarquía de Vittorio Emanuele II se han visto estudiadas en varias exposiciones y ensayos, sin embargo, las cortes principescas renacentistas y la corte papal barroca siguen copando la mayor parte de la bibliografía. Especialmente desalentador es el caso de los Borbones de Nápoles en el XIX, cuya corte permanece ignorada y sus palacios (Nápoles, Caserta y Portici) apenas estudiados.

Alemania es un caso especial. Los estudios curiales se enfrentan en este país a un doble reto: en primer lugar a la propia imagen negativa que siguen teniendo muchos alemanes de su propia historia, ejemplificado todo ello con la famosa “Tesis de Fischer” o la Sonderweg; y, por otro lado, la gran destrucción de patrimonio que sufrió dicho país durante la última guerra.

Como en el caso francés (Tuileries y Saint-Cloud) es difícil evocar en Alemania las cortes decimonónicas cuando la mayoría de los palacios fueron destruidos durante los bombardeos aliados y/o durante la dictadura comunista. Como consecuencia, por lo general se ha preferido estudiar los siglos XVII-XVIII (la era del barroco) y, más tímidamente, los inicios del XIX (la era de los filósofos), mientras se ha relegado la Unificación y el Segundo Imperio alemán al olvido. La ampulosa, pero no menos importante, pintura “Apoteosis del káiser Wilhelm I” de Ferdinand Keller permanece relegada en una sala de paso de un museo berlinés y en el Neues Palais de Potsdam se prefiere hablar de Friedrich II el Grande (que apenas lo usó) que del káiser Wilhelm II (que lo utilizó como su residencia favorita durante más de dos décadas).

Bautizo del hijo mayor de príncipe Wilhelm de Prusia, en el Neues Palais de Potsdam.

En los últimos años, sin embargo, han aparecido nuevas biografías sobre dicho monarca que ponen en relieve el papel y el poder de la corte, asimismo varios estudios sobre el mecenazgo artístico de soberanos como Friedrich Wilhelm IV o Wilhelm I han puesto en relieve la exuberancia y riqueza de sus cortes. Evidentemente, todos estos estudios aspiran no solo a divulgar la historia del periodo, sino a rememorar todo el patrimonio perdido durante la guerra. Afortunadamente, las recientes restauraciones de castillos decimonónicos como Schwerin, Branitz o Drachenburg auguran un lento redescubrimiento del periodo.

Para concluir ya, no estaría de más hacer referencia al caso español, donde los Habsburgo y los Borbones gozan de un estudio e interés muy desigual. Es difícil rivalizar con la fama legendaria de reyes de medio mundo y mecenas del Siglo de Oro que tiene los soberanos de la Casa de Austria. Los Habsburgo siguen imponiéndose abrumadoramente en la mayoría de estudios e investigaciones, baste citar que apenas se ha escrito nada sobre El Escorial post-filipino. Afortunadamente, poco a poco, los Borbones del siglo XVIII, su reformismo político y sus cortes han ido recuperando el lugar que merecen en la historiografía.

Los Borbones del siglo XIX, no obstante, siguen relegados al ostracismo. La identificación de sus reinados como una sucesión de fracasos políticos ha desplazado su importante labor en cuanto a mecenazgo artístico y motor de transformaciones económicas y sociales. La enorme promoción artística emprendida bajo Fernando VII ha quedado oculta bajo el poco halagüeño análisis político de su reinado, lo mismo podría decirse de su hija y sucesora Isabel II, cuya modernización de los rituales de la corte (fue la primera soberana en invitar a los cortesanos a comer a su mesa) permanece en el olvido. El reinado de Alfonso XII parece demasiado corto para ser estudiado y el de Alfonso XIII sigue identificándose como una mera antesala a los horrores de la Guerra Civil. Sin embargo, su corte fue la última que existió en España y, como las del zar y el káiser, estuvo marcada por una mezcolanza entre tradición y una rabiosa modernidad tecnológica.

Fernando VII llegando en falúa a Aranjuez, por Fernando Brambilla.

La moda de los “baños de mar” en el Cantábrico, impulsada por Isabel II y las estancias de la familia real en el norte apenas han recibido un estudio global. Los palacios de Miramar y La Magdalena carecen de una monografía exhaustiva, ni que decir del palacio de Pedralbes en Barcelona, identificado, más que ningún otro edificio en España, con la decrepitud de la monarquía. Los viajes por el territorio del estado y la función política del ferrocarril, iniciados en el reinado de Isabel II, tampoco han suscitado excesivo interés, como tampoco el uso que se hizo en este siglo de emblemáticas residencias reales “de provincia” como los Reales Alcázares de Sevilla o la Almudaina de Mallorca.

En resumen, tanto en Europa como en nuestro país, aún queda mucho trabajo por hacer.

Venga ¡a investigar!

lunes, 17 de marzo de 2014

La guerra olvidada de Crimea.

Ayer, 16 de marzo, se celebró en Crimea el anunciado referéndum, cuyo resultado era más que evidente, también se vislumbran con bastante claridad las consecuencias a medio plazo, aunque aquellas a largo plazo resultan inquietantemente más difusas. Pero aunque para muchos Crimea sea un nombre nuevo, para muchos es ya un viejo conocido, los conocedores de la historia de la Rusia zarista sabemos que el clima benigno de la península fue el principal reclamo para convertirse en el lugar favorito de veraneo de las élites rusas pre-revolucionarias. Aun hoy en día, entre horrendos bloques de hormigón sesenteros, se pueden contemplar los exuberantes palacios finiseculares.

Pero Crimea también saltó, hace no mucho tiempo, a las portadas de los periódicos internacionales, no hablo de la Conferencia de Yalta (1945), sino de la olvidada Guerra de Crimea que tuvo lugar a mediados del siglo XIX.

Desde que los otomanos fracasaron en su asedio a Viena en 1683 su expansión territorial fue lentamente decayendo, primero la monarquía de los Habsburgo recuperó Hungría (Tratado de Passarowitz, 1718) y luego afirmó su control sobre la cuenca norte del Danubio y sobre Croacia (Tratado de Belgrado, 1739). Mientras los Habsburgo ponía el primer pie en los Balcanes, Rusia despertaba. Con el reinado del zar Pyotr I el Grande (1682-1725), Rusia despertaba de su secular letargo para reclamar la categoría de potencia mundial. No obstante, la expansión de Rusia hacia el sur empezó mal: el Imperio Otomano recuperó Azov en 1711, después de que los rusos la hubieran tomado años antes (1696). Pero el gigante ruso pronto aprendió de sus errores, la VII Guerra Ruso-Turca (1768-1774), conducida bajo el reinado de Yekaterina II la Grande (1762-1796), permitió recuperar Azov, ganar el control del sur de Ucrania y del estrecho de Kerch y permitir la independencia del Kanato de Crimea respecto al Imperio Otomano. Crimea fue anexionada a Rusia en 1783 y un año después de creó la base naval rusa de Sebastopol. La VIII Guerra Ruso Turca (1787-1792) fue la demostración definitiva de la decadencia del Imperio Otomano y de la potencia de Rusia como elemento configurador de las relaciones internacionales, la guerra propició la adquisición de la región de Yedisán, en donde se fundó Odessa (1794), el primer gran puerto ruso en el Mar Negro.
Europa en 1714, al final de la Guerra de Sucesión Española, el Mar Negro es, aún, un "lago otomano".

Europa en 1815, después de las Guerras Napoleónicas, Rusia controla la orilla norte del Mar Negro y la península de Crimea.

Otros conflictos enfrentaron a Rusia y al Imperio Otomano en la primera mitad del siglo XIX, la meta siempre fue la misma, el Imperio Ruso aspiraba a conquistar Constantinopla y con ella el Estrecho de Bósforo y el Estrecho de los Dardanelos, cosa que le daría acceso naval al Mediterráneo. Tales planes no era muy bien vistos ni por Reino Unido, que veía su poderío marítimo amenazado, ni por Francia, que temía conflictos con sus nuevas adquisiciones en el norte de África. En 1840, la Convención de los Estrechos garantizó el cierre del Bósforo y de los Dardanelos a cualquier barco de guerra no militar. Asimismo también evidenció la importancia estratégica del decrépito Imperio Otomano y que su partición entre las Grandes Potencias (Francia, Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia) iba a ser tan problemática que la mejor solución sería mantenerlo fuerte y con vida el máximo tiempo posible. Pero Rusia juzgaba la interferencia británica inaceptable y Reino Unido las pretensiones rusas peligrosas.
Desintegración del antaño extenso Imperio Otomano a lo largo del siglo XIX.

A inicios de los años 50, el conflicto sobre la custodia de los Lugares Santos de Jerusalén (parte del Imperio Otomano) entre monjes católicos apoyados por Francia y monjes ortodoxos secundados por Rusia fue la excusa para el detonante de otro conflicto. En junio de 1853, Rusia dio un ultimátum al gobierno de Constantinopla que, apoyado por Francia y Gran Bretaña, lo rechazó. El 2 de julio las tropas rusas cruzaban la frontera turca e invadían Moldavia y Valaquia (estados vasallos del Imperio Otomano) en nombre de “la defensa de la religión ortodoxa”.

Inicialmente no parecía que los otomanos necesitaran ayuda, bien pertrechados en la cuenca del Danubio supieron repeler las tropas rusas, pero el 30 de noviembre, la potente flota rusa hundió a una flotilla otomana en el pequeño puerto de Sinope, dejando solo un pequeño barco de vapor para llevar la noticia a Constantinopla. La imagen del desproporcionado ataque ruso, que dejó cerca de 4000 muertos, llegó hasta Londres y Paris y fue hábilmente instrumentalizada por la prensa, que jugaría un papel fundamental en el conflicto. Pronto surgieron masivas manifestaciones pro-turcas, y la prensa británica fue especialmente dura acusando al gobierno de “hombres imbéciles, lacayos de Rusia”.
Versión idealizada de la Batalla de Sinope según Ivan Aivazovsky.

En San Petersburgo, el zar Nikolay I (1825-1855), que pasó a la historia por ser un firme defensor del absolutismo, había calculado mal la reacción de las otras potencias. En Prusia, Bismarck aun había de salir a escena y el emergente estado, regido por Friedrich Wilhelm IV (1840-1861), se debatía sobre qué postura tomar en la “Cuestión Germana”, Turquía estaba demasiado lejos. En Austria, el emperador Franz Joseph I hacia apenas cinco años que reinaba, joven e inexperto, su principal preocupación era Hungría. Rusia había ayudado, además, a estos dos estados a sofocar las revoluciones liberales de 1848, el zar esperaba que como agradecimiento permanecerían quietos. Francia había vivido el derrocamiento del rey liberal Louis Philippe I en febrero de 1848 y la elección de un nuevo presidente de la república en diciembre del mismo año en la persona de Louis Napoléon Bonaparte. Pero en 1852, Louis Napoléon había dado un golpe de estado y después de un plebiscito se había proclamado emperador Napoléon III. “Demasiados cambios y problemas internos para intervenir tan lejos”, debió pensar el Zar, pero olvidó que el nuevo emperador, como buen miembro del clan Bonaparte, estaba deseoso de glorias militares para afianzar su prestigio nacional e internacional. Finalmente, según el Zar, Reino Unido, regido por la reina Victoria, estaba internacionalmente aislado. Pero aunque el gobierno de Lord Aberdeen estaba indeciso, Lord Palmerston, que era Secretario del Interior y que antes lo había sido de Exteriores, apoyaba una actuación decidida.
Nikolay I (1856) pintado por Vladimir Sverchkov.

Napoléon III pintado en su primer retrato oficial (1852) por Franz Xaver Winterhalter.
  
Henry John Temple, 3er Vizconde de Palmerston, llamado Lord Palmerston y apodado Pam.

Fitzroy Raglan, 1er Barón de Raglan, fotografiado en 1855 por Roger Fenton. Lord Raglan perdió el brazo derecho en la Batalla de Waterloo (1815).

El 3 de enero de 1854, la fuerza expedicionaria anglo-francesa llegó a Constantinopla. En febrero se envió un ultimátum a Rusia y al no recibir respuesta se procedió a la declaración formal de guerra el 28 de marzo. Rusia a su vez declaró la guerra a Francia y al Reino Unido el 11 de abril. A finales de abril llegaron a Constantinopla los hombres de debían dirigir el cuerpo expedicionario, el general Lord Raglan y el mariscal Saint Arnaud. Pero a finales de junio, mientras la tropas esperaban casi festivamente en Constantinopla y Varna (a pesar de que la disentería hacia sus primeros estragos), los rusos se retiraron sin previo aviso de Moldavia y de Valaquia. El motivo para la guerra había desaparecido.
El sultán Abdülmecid I (1839-1861) vestido "a la occidental".

Vista idealizada de la Constantinopla de mediados de siglo por Ivan Aivazovsky.
  
Vista idealizada de la Constantinopla de mediados de siglo por el italiano Hermann Corrodi.

Pero eran muchas las voces en Paris y Londres que opinaban que Rusia debía ser escarmentada de una vez por todas y que su flota en el Mar Negro debía ser eliminada. El 16 de julio, Lord Raglan recibió un despacho del Duque de Newcastle, Secretario de Guerra, que le ordenaba atacar y apresar o destruir la base de la flota rusa en Sebastopol, Crimea. El mando inglés dudaba de la posibilidad de llevar a cabo tal acción debido a lo avanzado del año, a la dificultad para plantear una ofensiva rápida y eficaz con los otros aliados y sobre todo a causa del desconocimiento del terreno y de la situación de las tropas rusas (se estimaba que podían ser entre 45.000 y 120.000). Pero había intereses políticos detrás. El Duque de Cambridge dijo “el gobierno insiste en ello y los comandantes no tienen el coraje de decir no”.

A causa de numerosos imprevistos y de una organización deficiente, la partida de Varna no se produjo hasta el 2 de setiembre. Mientras tanto, en el lado ruso se creía que debido a lo avanzado del año ya no habría ninguna expedición militar.
Guerra de Crimea I

Guerra de Crimea II

El 14 de setiembre se produjo el desembarco en una playa cercana al pueblecito de Eupatoria a 48 kilómetros al norte de Sebastopol, desde allí las tropas aliadas se dirigieron hacia el sur. El primer encuentro se produjo el 20 de setiembre la cruzar el río Alma. La Batalla de Alma, a pesar de la superioridad de las tropas rusas la mando el Príncipe Menshikov, fue una clamorosa victoria a causa de la mala planificación rusa. Se dice que Menshikov, previendo la victoria, permitió a ciudadanos de Sebastopol observar la batalla desde una colina cercana, las tropas aliadas encontraron, más tarde, parasoles y cestas de picnic apresuradamente abandonadas.
Guerra de Crimea III.

Se decidió entonces rodear Sebastopol y asediarla por el sur. El 25 de setiembre, el mariscal Saint Arnaud, terminantemente enfermo, fue substituido por el general Canrobert. Dos días después, empezó oficialmente el asedio de Sebastopol.
Vista lejana de Sebastopol desde el sur (1854) por Roger Fenton.

El 25 de octubre se produjo la Batalla de Balaclava para tomar el pequeño puerto de Balaclava, que serviría para abastecer a las tropas durante el asedio de Sebastopol. En ella se produjo de la famosa Carga de la Brigada de Caballería Ligera. La carga de la caballería británica, comandada por Lord Cardigan, contra una batería rusa fue un sonado desastre, y aunque se alabó la heroica acción y muerte de los caballeros, también se demostró que la gallardía de las guerras de antaño poco podía hacer contra la capacidad destructiva de las armas modernas.
Versión idealizada de la Carga de la Brigada Ligera.

Pequeño puerto de Balaclava por Roger Fenton..

La mala planificación obligó al ejército aliado a asediar Sebastopol durante el invierno, Lord Raglan sopesó la posibilidad de evacuar la península de Crimea para volver en primavera, pero otro exitoso desembarco sorpresa sería entonces prácticamente imposible. El Asedio de Sebastopol se prolongó durante casi un año y las tropas aliadas tuvieron que soportar constantes problemas de suministros, inclemencias meteorológicas (especialmente la “Gran Tormenta” del 14 de noviembre), y sobretodo enfermedades. Se estima que un quinto del cuerpo expedicionario aliado murió por causas no militares, principalmente a causa del cólera y de la difteria. La opinión pública francesa y británica quedó horrorizada al saber la cantidad de soldados que literalmente habían “muerto de la espera”. Las condiciones de los hospitales militares también fueron un tema ampliamente comentado, especialmente cuando Florence Nightingale contempló espeluznada las condiciones higiénicas de las instalaciones de Scutari (un suburbio de Constantinopla).
Vista del campamento aliado hacia el este de Sebastopol, por Roger Fenton.
  
Oficiales de Octavo de Húsares Británicos, por Roger Fenton.
  
Oficiales del Nonagésimo Regimiento de Caballería Ligera (Perthshire Volunteers), por Roger Fenton.

Dos sargentos del Cuarto Regimiento de Dragones, por Roger Fenton.

Tres miembros del 72 Regimiento de Highlanders: William Noble, Alexander Davison y John Harper.

Asimismo, las opiniones encontradas entre los oficiales británicos y franceses dificultaron una acción conjunta y contundente. La prensa británica acusó a los oficiales de estar alargando el asedio y con ello la agonía y la muerte por enfermedad de miles de hombres, Lord Raglan, por su parte, se defendió arguyendo que la mala planificación y la falta de suministros dificultaba enormemente el asedio. Cierta era, no obstante, que la mayoría de oficiales británicos no había pisado un campo de batalla desde Waterloo (1815), no así los franceses, que habían realizado la exitosa en la Conquista de Argelia (1830-1847). El Times escribió: “Sus aristocráticos oficiales [de las tropas aliadas] y sus igualmente aristocráticos miembros del staff ven este desastre con la tranquilidad de un gentleman…deberían volver con sus caballos, su vajilla, su cocinero alemán, varias toneladas de despachos oficiales y con el último anuncio de un soldado muerto”.
Reunión de Lord Raglan (izquierda), Omar Pasha (centro) y el lugarteniente-coronel Pélissier (derecha), el 7 de junio de 1855.
El capitán Thomas, aide-de-camp del general Bosquet, por Roger Fenton.

En enero, el Reino de Cerdeña de sumó a la coalición enviando un pequeño cuerpo expedicionario, su intención era congraciarse con Francia e internacionalizar el problema del Risorgimiento.

El 6 de febrero de 1855, se produjo una importante muerte simbólica en Londres, el primer ministro, Lord Aberdeen, profundamente impopular por su gestión del conflicto, tuvo que dimitir y fue substituido por Lord Palmerston, que comentó que si él hubiera sido primer ministro antes “Crimea se habría evitado”, siendo él más partidario de una ofensiva diplomática. En marzo, el estrepitoso fracaso de la tropas rusas para tomar Eupatoria y cortar la cadena de suministros aliados ocasionó la destitución del Príncipe Menshikov y su substitución por el Príncipe Gorchakov, pero más importante aún, parece ser que el disgusto del zar Nikolay I fue tan grande que propició su muerte el 2 de marzo, aunque lo más probable es que muriera de una neumonía. Su hijo y sucesor, Aleksandr II (1855-1881), que era más próximo a las tendencias liberales y al que sobretodo le disgustaba que Rusia se hubiera convertido en la “oveja negra” de Europa, decidió iniciar conversaciones de paz informales a través de la embajada de Viena, se necesitaba una paz que no fuera excesivamente humillante.
Aleksandr II (1856) pintado por Yegor Botkin.

Panorama de los asediados en Sebastopol pintado por Franz Roubaud (1905).

Solo el 9 de abril, después del largo invierno se pudo proceder al Segundo Bombardeo de Sebastopol, que se vio deslucido por la poca visibilidad a causa de la lluvia y de la niebla. En mayo, el general Canrobert fue substituido por el lugarteniente-coronel Pélissier.

Llegado el verano se decidió diversificar la ofensiva con una expedición al Mar de Azov para tomar Taganrog, la operación fue un completo fracaso y los aliados tuvieron que levantar el asedio Taganrog a mediados de junio. El día 28, murió en el campamento aliado Lord Raglan, a causa de la difteria y probablemente también de una depresión clínica, nunca llegó a ver como sus denodados esfuerzos llegaban a buen puerto. Fue substituido por el general Sir James Simpson.
El lugarteniente-coronel Pélissier, por Roger Fenton.

El general Sir James Simpson, por Roger Fenton.

Finalmente el 8 de setiembre tras el Sexto Bombardeo, los franceses liderados por el general Mac-Mahon tomaron el bastión Malakoff de Sebastopol, el día siguiente los aliados entraban en la ciudad. Pocas otras operaciones militares se realizaron en el resto del año a excepción de la pequeña Batalla naval de Kinburn (17 de octubre) que fue una victoria aliada y la toma de Kars (25 de noviembre) por parte de los rusos.
La Prise de Malakoff par le général Mac-Mahon et ses zouaves (1858) de Horace Vernet.

En diciembre, Austria propuso un plan de paz que el Zar aceptó en enero, el 28 de febrero se firmó un armisticio y el 30 de marzo se rubricó el Tratado de Paris. Las últimas tropas aliadas dejaron Crimea el 12 de julio. Cerca de 140.000 soldados aliados y 110.000 rusos habían muerto en la guerra.

Aunque el Tratado de Paris prohibió la presencia de naves militares en el Mar Negro y garantizó la integridad del Imperio Otomano, fue más una reconciliación que un castigo, y Rusia salió relativamente bien parada.

Más allá de las anécdotas, como que Lord Cardigan dio nombre a un tipo de suéter y Lord Raglan a un tipo de manga, la Guerra de Crimea fue especialmente importante por el papel que jugó la prensa aliada al crear una determinada corriente de opinión, que no siempre correspondió a la realidad del frente, paradójicamente fue la primera guerra de la que hubo fotografías. También fue importantísima la labor de Florence Nightingale, que revolucionó la enfermería moderna en los hospitales de Constantinopla y Scutari y salvó directa o inderectamente un número considerable de vidas. Muy remarcables fueron los estragos de las enfermedades, que fueron juzgados inaceptables en pleno siglo XIX, y los estragos de las armas de fuego modernas. La Guerra de Crimea también inauguró el concepto de “guerras justas” que los países civilizados hacían para defender a otros estados de “agresiones bárbaras” y en los que los costes humanos y monetarios quedaban a un segundo plano.
William H. Russell, corresponsal del Times, por Roger Fenton.

Versión idealizada de Florence Nightingale trabajando en un hospital de Scutari.

Pero en el plano internacional, la Guerra de Crimea poco solucionó, a pesar de que su sombra fue alargada. En Francia, Napoléon III se revistió de los laureles necesarios para iniciar su reinado, otras aventuras militares siguieron (como la Guerra de Italia, 1859), pero su régimen estaba destinado a terminar, irónicamente, con el estrepitoso fracaso durante la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871). En Reino Unido, Lord Palmerston fue primer ministro en dos ocasiones y fue el emblema del intervencionismo británico, especialmente notable en la Segunda Guerra del Opio en China (1856-1860). Las buenas relaciones con Rusia no se recuperaron hasta la muerte de la reina Victoria (que detestaba a los rusos), y la Entente Anglo-rusa (1907) fue posible, en parte, gracias a las maniobras de las princesas Alexandra y Dagmar de Dinamarca, casadas respectivamente con el rey Edward VIII y el zar Aleksandr III. En el Imperio Otomano el sultán Abdülmecid I (1839-1861) siguió su amplio programa reformista, que lamentablemente perdió fuerza con los reinados de sus sucesores Abdülaziz (1861-1876) y Abdül Hamid II (1876-1909), los problemas sistémicos del imperio persistieron y se agrandaron y la imparable pérdida de territorios supuso una fuente de constantes dolores de cabeza durante los siguientes 60 años. Paradójicamente fue en Austria donde la sombra de la Guerra de Crimea fue más siniestra.

Nikolay I había esperado que Austria secundara sus pretensiones (en compensación por la ayuda rusa prestada durante la Revolución Húngara, 1848-1849), o como mínimo que se mantuviera neutral. Todo lo contrario, Austria presionó militarmente a Rusia para que abandonara los principados de Moldavia y Valaquia y más tarde para que aceptara un acuerdo de paz. En Rusia esto se interpretó como una vil traición y Austria lo pagó con el aislamiento internacional que provocó su derrota en la Guerra Austro-prusiana (1866) y que permitió la creación del Imperio Alemán ideado por Bismarck.

La rivalidad austro-rusa aumentó en los Balcanes y, en 1871, a causa de la Guerra Franco-Prusiana, Rusia ignoró las cláusulas del Tratado de Paris y decidió remilitarizar sus bases en el Mar Negro. El Tratado de San Stefano (1878) evidenció la renovada influencia rusa en la zona. Rusia se erguió como protectora de las nacionalidades en revuelta contra el Imperio Otomano y de los reinos que les sucedieron como el Reino de Rumanía (1881), el Reino de Serbia (1882) o el Reino de Bulgaria (1908). El Imperio Otomano por su parte acabó afianzando una alianza con el Imperio Alemán que ofreció tecnología y adiestramiento militar a cambio de concesiones ferroviarias.
Europa en 1911.

La rivalidad entre Austria y Rusia se enconó definitivamente con la Anexión de Bosnia (1908), que fue vista por Rusia como una jugarreta. Todas estas tensiones estaban presentes en los Balcanes el fatídico 28 de junio de 1914, día en el que Gavrilo Princip disparó su pistola. La Crisis de los Balcanes jugó, junto al aislamiento diplomático del Imperio Alemán, al revanchismo de Francia y al miedo de Reino Unido de perder su poderío naval, un papel determinante en el trágico estallido de la Primera Guerra Mundial.